por Enrico Colombres.
Hay que tener cuidado con la nieve.
El Eternauta no es una historieta de ciencia ficción. Es una parábola política, una lectura del mundo hecha desde el sur. Oesterheld no se subió a la épica del héroe individualista que salva al planeta con un rayo láser, sino que construyó una amenaza mucho más sutil y certera: una invasión que opera a través del ambiente, que se cuela en lo cotidiano, que se disfraza de ayuda y de progreso. Una nevada mortal que obliga a encerrarse, a improvisar formas de comunidad, a descubrir que la resistencia no se planifica desde arriba sino desde el subsuelo de lo común.
En esa nevada que cae sin aviso, que paraliza, que mata, se cifra una metáfora de nuestro tiempo. Porque hoy también nieva. Nieva en forma de deuda externa. Nieva en forma de relato único. Nieva en forma de desprecio por lo propio. Nieva cuando se prefiere la mirada de una consultora extranjera a la experiencia de un productor local. Nieva cuando se humilla al que defiende la industria nacional. Nieva cada vez que se instala la idea de que la solución siempre viene de otro lado, que el saber verdadero es el importado, que el futuro es necesariamente ajeno.
Frente a esa nieve —simbólica pero no menos letal— aparecen los personajes más peligrosos de nuestra historia: los cipayos y los snobs. El cipayo entrega por obediencia o conveniencia. El snob lo hace por rechazo a su propia raíz. El primero actúa como engranaje de una maquinaria que lo supera; el segundo niega su pertenencia y se disfraza de otro para poder mirar por encima del hombro. Ambos cumplen un rol fundamental en la colonización contemporánea: hacen pasar lo ajeno por deseable, lo externo por superior, lo importado por inevitable. No necesitan uniforme: se los reconoce por sus gestos, por su sintaxis, por sus certezas premoldeadas.
En El Eternauta, esos personajes terminan convertidos en “manos”, en “cascarudos”, en autómatas útiles. En nuestra realidad, entregan la palabra, la economía, la educación, la estética nacional. Son funcionales a un poder que no se ve, pero que ordena. Que no dispara, pero que dicta. Que no ocupa, pero que norma. Lo suyo no es la violencia directa: es la anestesia.
Frente a eso, el nacionalismo se vuelve una palabra incómoda, sospechosa. Pero habría que recuperarla. No el nacionalismo ciego, excluyente, chovinista. Sino el nacionalismo que surge del amor a lo propio. El que se planta, no por odio al otro, sino por dignidad. El que entiende que un país que no defiende su lengua, su producción, su cultura y su educación está condenado a ser siempre rehén de agendas ajenas. Como decía Rodolfo Kusch, la clave no está en buscar ser modernos, sino en saber desde dónde miramos.
Oesterheld lo sabía. Y lo vivió. No lo desaparecieron por contar una invasión extraterrestre, sino por denunciar —con el trazo de una historieta— una invasión más profunda: la ideológica. En los años 70 recorrió el país, dio charlas en Tucumán, conversó con obreros, con docentes, con estudiantes. Sabía que una viñeta podía iluminar más que un discurso académico. Que el arte, si es comprometido, si es honesto, si duele un poco, puede revelar lo que el periodismo calla. Su obra no fue entretenimiento: fue advertencia.
Y sin embargo, el centro de su mensaje no era la paranoia, ni el aislamiento, ni el repliegue. Era la comunidad. El héroe de El Eternauta no es Juan Salvo. Son sus amigos. Es el grupo que se organiza. Que comparte pan, miedo y decisiones. Que se une, no porque sean iguales, sino porque están en peligro. Y ese es el corazón de toda resistencia verdadera: no el individuo iluminado, sino el nosotros que se arriesga a confiar.
Hoy, la nieve vuelve a caer. No lo hace desde ovnis ni desde las nubes. Lo hace desde los medios que ridiculizan la soberanía, desde los algoritmos que estandarizan el deseo, desde los funcionarios que hablan en inglés cuando hay cámaras. Lo hace cada vez que se nos presenta como inevitable lo que es apenas una elección política. La pregunta es si vamos a salir a la calle sin traje. O si vamos a vestirnos de dignidad. De memoria. De criterio compartido.
Porque resistir ya no es pelear contra monstruos. Es sostener lo nuestro frente al alud de lo que viene disfrazado de solución. Es leer a Oesterheld con los ojos abiertos. Y entender que la historieta no terminó. Que el relato sigue escribiéndose. Y que esta vez, todavía, podemos cambiar el final.