Por Rodrigo Fernando Soriano.
Estamos acostumbrados a que nuestro conocimiento posea una causa concentrada. Sabemos lo que nos enseñan y tenemos disponible, mas no tenemos acceso a toda la información que desearíamos.
De hecho, el incendio de la biblioteca de Alejandría en el año 47 AC marcó un hito histórico que golpeó a la ciencia. Toda registración del conocimiento que existía sobre la tierra había desaparecido, pagando el error de tener centralizado lo que el ser humano sabía.
Luego, en 1439, Johannes Gutenberg desató una tormenta de tinta que transformó para siempre el curso de la historia. La invención de la imprenta, al viralizar el conocimiento que antes residía en los monasterios y las cortes, desafió el poder de su tiempo y sembró las semillas de la Ilustración. Lo que antes era un caudal lento y custodiado, se convirtió en un torrente accesible, aunque no para todos, pero sí para muchos más.
Hoy, en el silencio ensordecedor de nuestros feeds digitales, una revolución de proporciones aún mayores está en marcha, orquestada por arquitectos invisibles: los algoritmos de las redes sociales. Estos sistemas complejos y opacos moldean nuestras percepciones, sesgos y decisiones con una sutileza pasmosa, operando en las sombras de nuestras interacciones en línea. Basta recordar el efímero pero revelador debate de 2015 sobre un simple vestido, dividiendo al mundo entre quienes lo veían azul y negro y quienes juraban que era blanco y dorado. Aquel fenómeno viral demostró, de manera palpable, cuán subjetiva puede ser la realidad y cómo una misma imagen puede ser interpretada de formas radicalmente distintas.
La inteligencia artificial, sirviendo como motor invisible de estos algoritmos, selecciona y prioriza el torrente de información que llega a nuestros ojos digitales. Al hacerlo, genera las ya conocidas «burbujas informativas», ecosistemas digitales donde nuestras creencias se ven constantemente reforzadas y la exposición a perspectivas divergentes se minimiza. Estos marcos algorítmicos, aunque aparentemente inocuos, condicionan nuestra libertad y nuestros derechos de maneras profundas y a menudo inadvertidas. Nos presentan una versión filtrada y personalizada del mundo, limitando nuestro acceso a la pluralidad de voces y perspectivas que son esenciales para una ciudadanía informada y crítica.
¿Acaso no estamos viviendo otra revolución gutenberguiana, donde el poder reside ahora no en quienes controlan el acceso a la información impresa, sino en aquellos que dominan la lógica oculta detrás de cómo la recibimos? ¿Son ellos los que volvieron a centralizar el conocimiento? Los «nuevos impresores» son los ingenieros y las corporaciones que diseñan y gestionan estos algoritmos, sistemas que operan bajo una lógica que a menudo escapa a la comprensión del usuario común e incluso de los expertos. Su influencia no se limita a decidir qué noticias vemos o qué productos compramos; se extiende a la conformación de nuestra visión del mundo, nuestros prejuicios y, en última instancia, nuestras decisiones como individuos y como sociedad.
La pregunta que emerge con fuerza es si estamos delegando demasiado poder a estas cajas negras algorítmicas. ¿Cómo podemos preservar nuestra autonomía y pensamiento crítico en un entorno digital cada vez más mediado por lógicas opacas? ¿Es necesario un nuevo marco legal y ético que arroje luz sobre el funcionamiento de estos sistemas y garantice una «alfabetización algorítmica» para proteger nuestros derechos digitales en esta nueva era de la información? La «rebelión silenciosa» del algoritmo está en marcha, y es imperativo que tomemos conciencia de su poder transformador antes de que los marcos invisibles que construye se conviertan en muros infranqueables para nuestra libertad de pensamiento.