por Ian Turowski.
La ciudad gira sobre sí misma como una calesita oxidada. Todo da vueltas: los apellidos, los pactos, los discursos. Parece que avanzamos, pero siempre estamos en el mismo lugar. La historia se repite como estaciones inevitables, en un ciclo perpetuo. Tucumán es una provincia atrapada en su propio bucle, incapaz de romper la arquitectura de su propio guión.
Los planos están dibujados con tinta heredada, la cual ha marcado el inconsciente colectivo de forma permanente, atravesando las generaciones con la misma naturalidad con la que se heredan campos, cargos o silencios. Cambian las caras, pero no los gestos. Cambian las modas, pero no el orden. Lo que se presenta como renovación es apenas una cáscara nueva sobre una máquina vieja. La ciudad gira y nunca se mueve hacia ningún destino.
La frase que mejor lo resume no es ideológica, es emocional: “y bueno, es así”. Ese “es así” es la falopa perfecta. Adormece la bronca, disimula la complicidad, aplaca la esperanza.
Este ciclo no es solo político, es también social. El tucumano medio —educado en la sospecha y la viveza— vive pendiente de la mirada ajena. Es un personaje que se define por comparación, obsesionado con estar “donde hay que estar”, decir “lo que se dice”, consumir “lo que se consume”. Repite las consignas del grupo como si fueran mandamientos. Cambia de bar, de marca, de peinado, pero no de estructura. No arriesga, no incomoda, no inventa. Y si lo hace, se esconde.
Esa necesidad de pertenencia —silenciosa pero tiránica— condiciona todo. En Tucumán, nadie quiere romper el molde porque romper el molde es quedarse solo. Entonces se hace lo que hacen todos, se dice lo que conviene, se calla lo que incomoda. La identidad no es una búsqueda, es una etiqueta. Y el que no encaja, se aliena o se exilia.
No hay líderes que convoquen desde una diferencia auténtica. No hay discursos que interrumpan el murmullo de siempre. Lo que aparece como alternativa es apenas una pose más, una impostura que camufla su origen en los mismos clanes de siempre. Y mientras tanto, como en el eterno retorno de Nietzsche, todo vuelve. No por destino, sino por miedo. No por azar, sino por obediencia.
La ciudad gira con aparente elegancia. Tiene cafés llenos, restaurantes de moda, eventos de todo tipo. Parece una ciudad viva, pero es puro decorado. La energía creativa se consume en mantener la ilusión. Todo se quema rápido, todo se exprime hasta el hartázgo.
creemos estar por fuera de ese sistema, nos indignamos por las formas, por las caras, pero respetamos los turnos. Hacemos denuncias a las puteadas en redes, pero votamos en silencio a los mismos. La razón cínica no es la derrota del pensamiento, es su domesticación.
Tucumán no envejece con estilo: se marchita con elegancia. Y lo peor es que, como en la profecía de Nietzsche, todo se repite, una y otra vez, como un disco rayado, el eterno retorno se despliega sobre las calles como un castigo inclaudicable.
La única salida es patear el tablero.