Por Milagros Tamara Santillán “Moli”.
¿Qué pasa cuando el primer contacto con el deseo no es un cuerpo, sino una pantalla? Cuando la primera aproximación al placer ocurre en soledad, con auriculares puestos y ansiedad latiendo fuerte, lo que se aprende no es a sentir, sino a mirar. Y a repetir lo que se vio.
Hay un silencio que se instala en los cuerpos después del goce fingido. Una pausa rara, como si algo no encajara del todo. La pornografía, omnipresente y accesible, se cuela en las camas, en los celulares, en la imaginación de quienes aún no aprendieron a desear por sí mismos.
No es solo un producto audiovisual. Es una pedagogía. Una forma de educar –sin contexto, sin consentimiento, sin ternura– a generaciones enteras. No muestra sexo, lo actúa. No enseña placer, impone un guion. ¿Qué queda de la sexualidad cuando lo primero que se aprende es una escena hecha para ser mirada, no habitada?
Según estudios recientes, la edad promedio de acceso a la pornografía ronda los 11 años. En muchos casos, esa es la primera educación sexual. Una educación sin palabras, sin diálogo, sin afecto. Lo que se ve no es una experiencia del deseo, sino una coreografía repetida al servicio de una mirada: la masculina, dominante también en lo visual.
La pornografía mainstream instala ciertos cuerpos como deseables y otros como descartables. Cuerpos jóvenes, hegemónicos, racializados según fetiches. Se repiten posiciones, ritmos, gritos. Lo que se aprende no es a tocar ni a cuidarse, sino a actuar para complacer. A consumir.
Se copia el deseo. Se ensaya un rol. Se repite un libreto. La pedagogía del porno es silenciosa, pero eficaz. Marca lo que se espera del cuerpo. Cuando el deseo se copia, se actúa. No se siente desde adentro: se imita desde afuera.
Gemidos ensayados, miradas vacías, posturas incómodas pero estéticamente correctas. Todo se vuelve escena. Y en esa escena, el placer real queda desplazado por la validación: ¿lo estoy haciendo bien? ¿me veo como debería? ¿cumplo el guion?
En los vínculos sexo-afectivos, esto se traduce en prácticas mecánicas, en la necesidad de rendir, en la presión por satisfacer al otro aunque el propio deseo esté ausente o anestesiado. Se busca actuar el goce más que habitarlo.
Para muchas mujeres y disidencias, esto implica desconectarse del cuerpo, asumir la incomodidad como normal, aceptar la penetración como centro del encuentro. Para muchos varones, aparece el mandato del rendimiento, de la potencia constante, de la fantasía inagotable. Así, la sexualidad se convierte en performance. Y el deseo, en un escenario donde siempre se repite el mismo libreto.
Entre cuerpos y pantallas: vínculos bajo la sombra del porno
Cuando el deseo se aprende desde el espectáculo, las relaciones se transforman en escenarios. Se espera del otro lo que se vio en la pantalla: disponibilidad inmediata, intensidad sin pausa, cuerpos que no dudan, orgasmos coreografiados.
Pero en la intimidad hay gestos que no aparecen en el porno: la mirada que busca, la risa en medio del deseo, el silencio después de un abrazo. Lo invisible no se reproduce, y por eso cuesta sostenerlo.
Algunas personas encuentran en la pornografía una vía de escape. Una forma de canalizar tensiones, evitar la incomodidad del vínculo real, del otro con sus tiempos y límites. Pero cuando ese consumo es constante, puede generar desconexión: con una misma, con el deseo del otro, con la posibilidad de construir algo fuera del guion aprendido.
En lugar de explorar, se exige. En lugar de preguntar, se presupone. Y así, el encuentro se vuelve un campo de expectativas frustradas. La pregunta incómoda que queda flotando es: ¿cuánto de lo que creemos desear es realmente nuestro?
Recuperar el deseo: más allá del guion
El porno no es el enemigo. El problema es que, en ausencia de otras narrativas, se vuelve la única voz. Y una sola voz no alcanza para hablar del deseo, que es múltiple, contradictorio, cambiante.
Hace falta volver al cuerpo como territorio, no como mercancía. Reaprender a preguntar: ¿qué me gusta? ¿qué me incomoda? ¿qué me enciende sin tener que actuarlo?
Hace falta más educación sexual, sí, pero también más espacios de juego, de diálogo, de exploración sin exigencia. Más intimidad sin coreografía. Más vínculo sin mandato.
Existen otras formas de mirar y de narrar el erotismo. Quizás se trate de eso: de correrse del espectáculo y volver al temblor. De dejar de actuar y empezar a habitar. De escuchar el deseo cuando deja de gritar y empieza a susurrar.