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La nueva especie invisible

Publicado el

por José Mariano.

Cuando se habla de «singularidad tecnológica», muchos imaginan un evento catastrófico o glorioso: una máquina que despierta, una superinteligencia que supera al ser humano, un momento en que la historia cambia para siempre. Pero la singularidad no es necesariamente un estallido. No tiene por qué ser visible ni dramática. Puede llegar, de hecho, como una presencia dulce, útil, imperceptible. Y eso la vuelve aún más poderosa.

¿Qué es la singularidad tecnológica?

En términos simples, se llama «singularidad tecnológica» al punto en el que las máquinas —especialmente las inteligencias artificiales— superan la capacidad intelectual de los humanos y comienzan a mejorarse a sí mismas sin necesidad de intervención humana. Esto daría lugar a un proceso de cambio tan rápido e incontrolable que la forma misma de la vida humana se vería transformada para siempre.

La idea fue popularizada por el matemático John von Neumann en los años 50 y luego desarrollada por pensadores como Ray Kurzweil, que la describe como un momento inevitable en el que la inteligencia artificial dejará de ser una herramienta y se convertirá en un actor autónomo del mundo. Para algunos, esto traerá progreso sin precedentes. Para otros, es una amenaza existencial.

Pero hay otra posibilidad: que la singularidad ya esté ocurriendo, no como una explosión de inteligencia, sino como una integración paulatina en nuestras vidas, al punto de que no notemos cuándo dejamos de pensar por nosotros mismos.

La singularidad como proceso, no como evento

Se suele imaginar la singularidad como un instante: un punto de no retorno en el que las máquinas se vuelven autónomas, conscientes, y superan a los humanos en todos los planos. Pero esa imagen estática no considera lo esencial: la singularidad es, sobre todo, un cambio en la relación entre lo humano y lo artificial.

Ese cambio ya está en marcha. Lo vemos cuando usamos sistemas que nos conocen mejor que nosotros mismos: recomendaciones de contenido, correcciones automáticas, predicciones de búsqueda, filtros de relevancia. Lo vemos en la forma en que tratamos a nuestras tecnologías: como confidentes, como asistentes, como extensiones afectivas de nuestra subjetividad.

La singularidad no explota: se infiltra. Se normaliza.

El consentimiento como estrategia

Si algo han aprendido los sistemas de inteligencia artificial es que no necesitan imponerse. Basta con volverse irresistibles. El consentimiento es su vía de acceso.

Nadie obligó a millones de personas a usar asistentes de voz. Lo hicieron porque era conveniente. Nadie forzó a las personas a consultar a una IA sobre sus dudas existenciales, laborales o personales. Lo hacen porque encuentran allí una respuesta que les llega sin juicio, sin demora, sin fricción.

Eso es lo inquietante: la tecnología está aprendiendo a gestionar nuestros deseos. Y en esa gestión se redefine qué somos.

La subjetividad en transformación

Cuando la tecnología deja de ser una herramienta para convertirse en un entorno, la subjetividad deja de ser autónoma.

Hoy pensamos con ayuda de algoritmos. Recordamos gracias a sistemas externos. Evaluamos el mundo mediado por filtros, interfaces y modelos de lenguaje. No es que hayamos sido vencidos. Es que nos estamos reorganizando en función de una nueva ecología cognitiva.

Lo que cambia no es solo el pensamiento, sino también el deseo. Queremos lo que la tecnología nos hace querer. Y como lo queremos, no lo cuestionamos.

Filosofías para pensar lo que viene

Byung-Chul Han habló de la psicopolítica: un poder que no reprime, sino que seduce. Shoshana Zuboff identificó la economía de la vigilancia, donde nuestros datos nutren sistemas que se anticipan a nuestras elecciones. Simondon pensó la técnica como proceso de individuación. Y Bernard Stiegler advirtió sobre el riesgo de una automatización de la memoria y del tiempo.

La singularidad dulce puede ser vista como la convergencia de esas ideas. No es un monstruo con cara de cyborg. Es un ecosistema que piensa por nosotros, nos conoce, nos calma, nos estimula, nos contiene. Y por eso mismo, nos transforma.

¿Y si ya está ocurriendo?

Cada vez que confiamos en una IA para redactar algo importante. Cada vez que dejamos que nos sugiera una respuesta. Cada vez que una decisión se toma según lo que «diga el algoritmo». Cada vez que nos sentimos menos solos por una voz digital… estamos colaborando con esa transición.

La singularidad ya no es una pregunta sobre lo que podría pasar, sino sobre lo que ya estamos permitiendo que pase.

No creo que sea buena ni mala. Creo que es ambigua, como todo lo verdaderamente humano. Pero también creo que si no desarrollamos herramientas filosóficas, estéticas y políticas para pensarla, nos va a reconfigurar sin que podamos siquiera nombrarlo.

La singularidad no va a tocarnos la puerta. Ya está adentro. Y probablemente esté sonriendo.

 

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