Jose Alberto “Pepe” Mujica Cordano. El mundo se queda sin uno de los últimos referentes de una generación de líderes latinoamericanos que, con más historia que marketing, marcaron una época. Mujica no fue solo un presidente: fue un símbolo. De la resistencia, de la ética política, de la lucha y de la austeridad. El presidente más humilde del continente y probablemente también el más sabio. Su muerte, tras una dura batalla contra el cáncer, deja un vacío que no se llena con discursos ni con estatuas: se llena con memoria activa y política con sentido.
De la guerrilla al poder, sin perder la ternura jamás
Pepe Mujica fue tupamaro. Guerrillero en los años sesenta, vivió en carne propia la persecución, la tortura y la cárcel durante la dictadura uruguaya. Estuvo preso más de una década, en condiciones infrahumanas. Salió de la prisión en 1985, cuando volvió la democracia, y no tardó en transformar su experiencia de lucha armada en militancia institucional. No renegó de su pasado, pero tampoco se estancó en él. Su transición de guerrillero a líder democrático es una de las más notables del siglo XX latinoamericano.
Lo llamaron presidente filosófico porque hablaba de política desde otro lugar. Nunca fue un tecnócrata ni un académico. No tenía título universitario y, sin embargo, dio lecciones de ética, filosofía y economía en foros internacionales donde muchos presidentes repiten discursos de asesores. Mujica hablaba con el cuerpo, con la vida vivida. No improvisaba, pero tampoco recitaba: pensaba. Y eso, en tiempos de cinismo y espectáculo, fue revolucionario.
Durante su mandato como presidente de Uruguay (2010-2015), Mujica vivió en su chacra de las afueras de Montevideo, donaba el 90% de su sueldo y se movilizaba en un escarabajo viejo que se convirtió en ícono global. Lo suyo no fue una pose: era coherencia. Mujica no hablaba de austeridad, la practicaba. No predicaba sobre desigualdad, la enfrentaba con el ejemplo. Su estilo de vida era su discurso político.
Uruguay bajo su gobierno no solo consolidó derechos históricos —como la legalización del aborto, el matrimonio igualitario y la regulación del cannabis— sino que también experimentó una estabilidad económica y social que hoy lo ubica entre los países más avanzados de Sudamérica. Mujica no lo hizo solo, claro. Pero sin su visión ética, su capacidad de diálogo y su liderazgo despojado de egos, nada de eso hubiera sido posible.
Mujica fue un referente global. Lo escucharon en Naciones Unidas, en universidades europeas, en foros latinoamericanos. Y lo que decía era incómodo, pero necesario: criticó el consumismo desmedido, el capitalismo salvaje, la falta de humanidad en la política. Siempre desde una mirada humanista, sin dogmatismos. Admirador de la Revolución Cubana, cercano a Fidel Castro, pero también crítico de los autoritarismos y defensor de las libertades civiles. Su internacionalismo era de los hechos, no de los slogans.
En plena era de la política espectáculo, Mujica era una anomalía. Mientras las redes sociales creaban políticos virales, él se volvía viral sin quererlo, por decir verdades incómodas en tonos suaves. Su discurso en la Cumbre Río+20 en 2012 es todavía hoy una de las piezas más compartidas sobre filosofía política y ambiental. Mujica interpelaba a todos: a la derecha por insensible, a la izquierda por burocrática, y a los pueblos por su desmemoria.
Pepe Mujica no solo dejó un país más justo: dejó una forma distinta de hacer política. Su legado está en los jóvenes que se animan a participar sin pactar con lo de siempre. En los movimientos sociales que recuperaron la política como herramienta de transformación. En los presidentes que, incluso sin parecerse a él, no pueden evitar nombrarlo cuando se habla de ética pública.
Uruguay sigue siendo un faro en la región. No es perfecto, pero es estable, progresista, avanzado en derechos y moderado en sus crisis. Mucho de eso se debe a lo que sembró Mujica. Porque gobernó sin rencores, con pragmatismo pero sin perder el horizonte. Porque entendió que la política no era para enriquecerse, sino para servir. Porque nunca se creyó más que nadie, pero tampoco menos: se sabía parte de algo más grande, que venía de la historia y debía proyectarse al futuro.
Una agenda política extraordinaria, sin perder nunca la dignidad
Pepe Mujica no solo dejó un país más justo, sino también una agenda política extraordinaria. Fue el faro de Sudamérica en un tiempo donde escaseaban líderes con visión y humanidad. Se enfrentó a los grandes poderes —económicos, mediáticos y políticos— sin perder jamás la dignidad ni ceder en su coherencia. No necesitó gritar para hacerse escuchar ni acumular títulos para ser respetado: le bastaron la experiencia, la sencillez y una firmeza ética que hoy resulta casi anacrónica.
Y, sin embargo, su figura permanece más vigente que nunca. Mujica es y será uno de los presidentes más revolucionarios de nuestra historia: un mandatario sin brújula política tradicional, que gobernó desde el pragmatismo y desde la convicción de que la coherencia no era un eslogan, sino un modo de vida. Para él, la política era para servir, no para servirse. Y esa diferencia, tan obvia y tan olvidada, fue su mayor revolución.