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Seguridad en modo fantasma: Autoridades que están pero no hacen

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El espacio siempre está abierto para la comunicación. Para el intercambio honesto, para asumir errores, para diseñar soluciones colectivas. Pero quienes hoy dicen hacer seguridad —y cobran por ello— no están ni capacitados ni dispuestos a encontrar una razón profunda para ejercerla. No escuchan. No responden. No patrullan.

En uno de los barrios más tranquilos de Yerba Buena —uno de los primeros que se desarrollaron en la ciudad, sin ser un country, pero con casas bajas, plazas y árboles frondosos— la paz convive con una amenaza latente. Allí donde supuestamente no pasa nada, lo que ocurre, ocurre de la peor manera: asaltos en la puerta de una casa, robos con violencia, viviendas completamente desvalijadas. Incluso, asesinatos. Puede pasar una o dos veces al año, pero cuando pasa, rompe toda idea de seguridad.

Tal vez, por esa misma tranquilidad aparente, se decide no reforzar la prevención. Se da por hecho que no hace falta. Pero hace falta. Porque lo que sucede no es menor. Porque el miedo se acumula y la indiferencia institucional lo profundiza.

La percepción de seguridad está quebrada. Y no sólo por los hechos, sino por la falta total de reacción. En San Miguel de Tucumán, el COMM —Centro Operativo de Monitoreo Municipal— se supone que vigila 24/7. En Yerba Buena, también existe un CIMM —Centro Integral de Monitoreo Municipal—. Ambos tienen tecnología, cámaras distribuidas por la ciudad y promesas de vigilancia. Pero no intervienen. No se anticipan. No alertan. Custodian desde pantallas, no desde la calle.

Si el Estado invierte millones en sistemas de vigilancia para grabar y almacenar imágenes, pero no para prevenir ni actuar, lo que está construyendo no es seguridad: es control. Vigilancia sin respuesta. Datos sin uso. O peor, con uso discrecional según el interés del poder de turno.

Salí a preguntarle a mis vecinos. Los de enfrente, los del costado, los de siempre. La respuesta fue casi idéntica:

—“Si hay policías, yo nunca los vi”. —“La GUM pasa una vez cada muerto obispo”. —“Y cuando pasan, se quedan en la plaza, en el celular todo el día”.

La GUM —Guardia Urbana Municipal de Yerba Buena— debería ser una fuerza de cercanía, prevención y disuasión. Pero no lo es. “Yo entiendo que un efectivo pueda aburrirse en su turno”, me dijo una vecina. “Pero si son ocho horas, que al menos hagan tres o cuatro rondas. Algo. Acá no se ve nada”.

La ausencia de patrullaje no es percepción: es un hecho. La inseguridad no es sólo lo que ocurre, sino lo que se siente. Y lo que se siente es desprotección. Indiferencia. Abandono.

Y cuando se los convoca a hablar, a sentarse, a revisar lo que no funciona, siempre responden igual: evasivas, tecnicismos, discursos aprendidos. Nunca una autocrítica. Nunca un “sí, fallamos”. Como si ejercer seguridad fuese una función mecánica y no una responsabilidad humana, social, política.

Para mí, quien trabaja en seguridad no puede tener miedo al diálogo. Debe estar dispuesto a reconocer errores, a escuchar a la comunidad, a planificar con el territorio. Porque la seguridad no se decreta: se construye. Con la gente. En las calles. Sin excusas.

Hoy, la mayoría de los vecinos no se sienten seguros. No confían en la policía, en la guardias municipales, ni en los centros de monitoreo. Pero lo más grave: no confían en que alguien quiera, o sepa, revertir la situación. Porque esto no se soluciona con más cámaras ni con más anuncios. Se soluciona con presencia real. Con compromiso. Con voluntad política.

Porque cuando un barrio tranquilo empieza a dudar de su propia calma, lo que se pierde no es solo la tranquilidad: se pierde la fe en quienes deberían cuidarnos.

Y un Estado que promete, y devuelve ausencia, eso, también, es inseguridad.

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