por Sergio Lizárraga.
El hambre del espíritu perturba, porque carece de límites concretos; puede ser constante o intermitente, y el pan que lo sacia nunca basta e, incluso, expande más su insatisfacción porque el espíritu es un pozo de luz cuyo fin es llevar desde la carencia hacia la revelación. (Gabriel Gómez Saavedra)
Según Santiago Kovadlofff (2010), la palabra intimidad remite a esa región espiritual y a ese modo de contacto en los que damos a conocer, no exactamente lo que pensamos sino, más honda y ampliamente, lo que somos. San Agustín, el gran descubridor de la intimidad, la define por la característica de dialogar y entrar uno en uno mismo; homologándola al alma y a lo espiritual.
San Agustín se da cuenta de que cuando el hombre se queda en las cosas exteriores se vacía de sí mismo: “no vayas fuera, en el hombre interior habita la verdad”. Piensa que, cuando el sujeto se queda en lo exterior, se vacía de sí.
Según la espiritualidad cristiana, existe una intimidad que debe ser hallada en la oración y otra que se encuentra en la Palabra de Dios, ambas conducen al hombre a una particular experiencia de silencio, que no significa una renuncia a la palabra sino más bien, un nuevo modo de concebirla. El hombre que calla, se convierte así en una nueva Betania presta a hospedar a Aquel que nos habita en una interioridad arada por silencio orante.
San Buenaventura definió la mística como cognitio Dei experimentalis, un “conocimiento experimental de Dios”. Si toda mística designa una “experiencia directa del absoluto”, la especificidad de la mística cristiana es la experiencia del encuentro con y en la Persona de Cristo (Wendel 2012).
Puppo (2013) plantea que, al hablar de mística, es necesario situarnos en un plano vivencial y amoroso más allá del andamiaje meramente especulativo y racional. Para decirse la mística necesita traspasar los bordes del lenguaje lógico o habitual y recurre, en su exceso, al discurso figurado o simbólico estableciendo un camino que no todos recorren del mismo modo, por eso mismo, la unión mística aparece en los poetas como un deseo permanente más que como una concreción, como un don, un regalo que se reserva solo a algunos.
Tal vez, entre los agraciados, están los poetas, como labradores de los perfiles más sublimes del espíritu, porque la poesía y la religión se funden, se articulan, aunque de ninguna manera puedan asumirse como sinónimos. G. Santayana (2019) considera que la poesía es entendida como religión cuando interviene en la vida, y la religión, cuando simplemente se manifiesta en la vida, no es más que poesía. Lo que se considera como poesía es, de hecho, un lenguaje espiritual domesticado, pero de ningún modo deidad o piedad en sí mismas. Un lenguaje poderoso en el que se establece la comunicación con la deidad si bien no se manifieste la piedad. En el ámbito espiritual, la poesía deviene, en palabras de Lorca, «un poder misterioso” a través del cual podemos trascender hacia formas no mundanas de la realidad o del universo paralelo. Si los textos y rituales genuinamente religiosos deben ser leídos como un poema (Corbí, 2007), simbólicamente, es porque lo son, porque la realidad que expresan es poética, así como su lenguaje. Emilio Orozco (1982) afirma que el poeta puede intuir a Dios en la belleza de la naturaleza o en la búsqueda de perfección de su propia poesía, y entiende, como el místico, que su experiencia lleva al silencio, ya que su materia también es inefable, pero su impulso es el de decir.
¿Por qué escriben entonces estos cultores del silencio y la intimidad? Porque en el silencio está la palabra propia de la mística, pero ese silencio necesita hacerse palabra, porque ambos son la cara y contracara de una misma necesidad. El verbo escrito es mucho más duro de lograr, pero a esa tarea están destinados los místicos, a escribir del, por, y al Verbo. Para alcanzar intimidad es necesario desarrollar una apertura a lo divino y esto requiere de una instancia de soledad que puede ser escritura, y esa escritura puede ser desnudez.
La poesía mística está signada por esta intimidad y este silencio, por la carencia de un lenguaje suficiente para dar cuenta del hambre y sed de un Amado a quien el alma reclama a cada instante, y que lleva al místico y al poeta a adentrarse, porque el Deseado se encuentra en las huellas que deja en toda alma. La particularidad de la experiencia poético-religiosa consiste también, en la manifestación de un éxtasis de tipo místico o en la afirmación del pensamiento y del lenguaje ante la ausencia de lo sagrado y que lleva a su vez, a una experimentación con la materia del lenguaje.
En una sociedad que no invita a cultivar ni la intimidad, ni la quietud ni el silencio, ¿qué vigencia tiene una poesía que otorga en sus bases un lugar preferencial a lo Sagrado?
Según Cristina Piña (2013) el místico, más que volcarse a lo absolutamente otro da cuenta, desde la limitación del lenguaje humano de su “salida del mundo” y su “encuentro” con eso —o ese— radicalmente otro que es Dios. Este punto es trascendental, porque la poesía mística se renueva como camino lingüístico abierto para sortear las barreras del lenguaje. Es decir, en el universo expresivo y en los ‘modos’ retóricos necesarios para intentar reproducir ese vértigo o exceso de sentido con una finalidad estética (Arias, 2017).
Y cuando se trata de decir, Orozco (1982) dirá que el místico apela a la poesía como la herramienta que, aunque imperfecta, se presenta más propicia para su cometido, y aprovecha de ella no solo su valor conceptual, sino también y principalmente su expresividad fónica: “no busca el que la palabra le sirva solamente para dar a conocer o enseñar, sino para expresar, sugerir o comunicar ese estado emocional determinado por la experiencia mística”.
Si la poesía encuentra grandes dificultades para ser editada y circular, la mística se enfrenta a mayores desafíos, tal vez porque en nuestro país ha sido escasamente estudiada, porque muchos poetas la escriben casi como un ritual de intimidad, por necesidad de consuelo o de oración, porque las ediciones suelen ser ediciones de autor y, por ende, los libros quedan excluidos de toda posibilidad de distribución. ¿Para qué leer estos textos? Es necesario que la poesía mística sea promovida como un aporte a favor de la sociedad, porque en su lectura el hombre encuentra la posibilidad de religarse con el arte desde la necesidad de decir y de reconocer en lo dicho, su propio proceso interior.
Lo íntimo, como indica la etimología, apunta a aquella zona que es más interior o interna, y lo más interno es en definitiva el carácter personal del viviente humano, su yo personal inteligente y libre. Es desde ese núcleo ontológico que se despliega la realidad espiritual de ‘lo íntimo’. Lo íntimo se vincula con lo propio, y la poesía mística, en particular se vincula con la intimidad espiritual, marcando un camino seguro para superponer a la experiencia ajena, lo propio de mi existencia
El hombre está siempre orientado hacia algo que él mismo no es, bien un sentido que realiza, bien otro ser humano con el que se encuentra; el hecho mismo de ser hombre va más allá de uno mismo, y esta trascendencia constituye la esencia de la existencia humana. La relación que se establece entre el lector y lectura tiene gran significado, debido a que la letra cobra un peso que muchas veces es insospechado e ilimitado; el mensaje llega por sorpresa y moviliza en quien lee, su poder de resistencia, su posibilidad de enfrentar adversidades, una opción para encontrarse. El lenguaje de la poesía mística aporta una experiencia sensorial y emocional, trascendente, porque los versos son espacios de refugio, porque el poeta escribe desde su experiencia espiritual, que, aún no siendo ascendente, añora, siempre, la luz.