por Manuel Romani.
Tucumán no es solo un caos vial: es un Estado que se devora a sí mismo. Pero más aún, es el tránsito el que ha asumido el rol de Saturno. No solo consume el futuro, sino que se alimenta de quienes habitan, cruzan y sobreviven en esta selva urbana que se autodestruye. Calles rotas, sentidos cambiados sin aviso, semáforos fuera de servicio, señales ausentes. La ciudad no ofrece caminos: ofrece trampas. No es un lugar para transitar, es un lugar para esquivar.
En este escenario, manejar es un acto de supervivencia. Conducir es navegar sin brújula por un mapa que cambia cada día, con reglas que nadie conoce del todo y con agentes de tránsito que, en lugar de orientar, cuidar o reorganizar la circulación, acechan. Los “zorros” —como se denomina en la jerga popular a los agentes de tránsito— ya no representan la figura del orden, sino la del cazador. Aparecen para castigar, no para prevenir. Su presencia no tranquiliza, alarma. No están ahí para ayudarte: están para multarte.
Y no se trata de casos aislados. En Tucumán, esto es parte de una estructura completa, una maquinaria funcional: un Leviatán diseñado para cumplir un objetivo básico pero constante —sostener las cajas chicas del poder. El tránsito ha dejado de ser una política pública para convertirse en un sistema de recaudación con fachada de legalidad. Es, en sí mismo, la evidencia local de lo que la autora Karen Mingst conceptualiza como un estado depredador: aquel que, lejos de proteger a su ciudadanía, comienza a devorarla. Cuando el aparato estatal se vuelve contra su propio pueblo, ya no es garantía de derechos: es una maquinaria que subsiste del saqueo cotidiano.
Y en Tucumán, ese saqueo lleva nombre y precio: la infracción. En un solo centro de monitoreo se pueden realizar más de 100 infracciones por día, sin contar los operativos en calle. Cada multa puede valer desde $40.000 hasta cifras de tres dígitos. Es decir, en un solo espacio se pueden recaudar hasta 3 millones de pesos por mes. Si extendemos el cálculo a la totalidad del aparato —tránsito, operativos, controles—, el Estado podría embolsar más de 20 millones mensuales. No es un gran número en términos macroeconómicos, pero sí un botín nada menor para el ecosistema municipal, sus zorros y sus estructuras paralelas, donde cada infracción es moneda de cambio, y cada parte, un ticket.
Las municipalidades han convertido el tránsito en una fuente sistemática de recaudación. Pero no actúan solas. A la Dirección de Tránsito y Transporte se le suma la Policía, y en algunos casos, las Guardias Urbanas, generando un sistema disperso, opaco y sin lógica unificada. En este esquema, podés ser detenido, multado o incluso despojado de tu vehículo por distintos cuerpos de control, sin claridad sobre sus competencias, ni mecanismos de defensa efectivos. La autoridad se fragmenta, pero el castigo se multiplica.
Y mientras tanto, la vara se tuerce. Ahí están los zorros saludando a su amigo en moto, sin casco, con un menor adelante, también sin protección. La ley no se aplica igual para todos. La gente lo ve, lo sabe, y desconfía. Y cuidado: no se trata de demonizar al zorro. Porque el zorro no nace zorro: se lo forma. Se lo instruye —poco o nada— y se lo lanza a la calle con una misión tácita pero urgente: recaudar. Si no cumple, es castigado con tareas “disciplinarias”: ordenar tránsito, pararse bajo el sol, ser expuesto. En este sistema, hacer bien su trabajo parece ser lo más castigado. Como si su rol principal fuera el castigo mismo.
En lugar de formarse como agentes viales, se les asigna un objetivo económico. Ese objetivo termina siendo más importante que cualquier pedagogía, cultura del respeto o noción cívica. La infracción no es una falta a corregir: es un botín. Por eso no sorprende que cada Dirección de Transporte sea, posiblemente, una de las áreas más opacas y corruptas de las municipalidades. ¿Educación vial? Brilla por su ausencia. No se enseña desde la infancia. No se incluye con seriedad en los cursos para conductores. Obtener una licencia en Tucumán es, muchas veces, un trámite exprés, sin contenido ni conciencia. El Estado no enseña a manejar: enseña a temer. Porque en el fondo, el tránsito no está diseñado para cuidarnos, sino para hacernos caer.
Cada giro sin señal, cada cambio de sentido mal comunicado, cada señal tapada por maleza o directamente inexistente, es una trampa más. Las municipalidades no planifican: improvisan. Cambian el sentido de una calle de un día para otro sin informar. Y cuando lo hacen, lo anuncian en un post de Instagram que nadie ve, en una web escondida o en un boletín municipal al que solo acceden quienes lo buscan. La comunicación oficial es un susurro, y la respuesta cuando se reclama, siempre es la misma: “estaba publicado”. Como si el deber de informarse fuera del ciudadano, no del Estado. Como si la trampa fuera culpa de quien cae, no de quien la tendió.
En este contexto, la desconfianza ya no es un síntoma: es un sistema de defensa. El ciudadano ya no ve al zorro ni al policía como figuras protectoras, sino como amenazas. El tránsito no es un orden cívico, es una selva. Cada esquina es una sospecha. Cada luz roja, una emboscada. La calle se ha vuelto el espacio más hostil del Estado.
Y ahí es donde reaparece Saturno. El zorro, el policía, la guardia urbana: todos representan hoy a ese Saturno grotesco que Goya pintó como advertencia. Una figura que, en vez de contener, consume. Que en lugar de construir, destruye. Que en vez de educar, factura. La imagen no es solo brutal: es precisa. Porque Tucumán funciona así. Como un cuerpo institucional que se alimenta de su propia gente para mantenerse.
No hay inversión real en infraestructura. No hay cultura cívica, ni campañas sostenidas de información. Hay, sí, un sistema de control desbordado, desarticulado y sin ética. Un sistema que ha encontrado en la multa su forma más eficiente —y cruel— de recaudación. Que prefiere la infracción al respeto. Que se sostiene, no por brindar seguridad vial, sino por lo rentable que resulta la confusión.
Mientras tanto, la ciudadanía sobrevive. Se adapta. Se endurece. Se resigna. Porque ya nadie espera orden: solo espera no ser el próximo devorado.