por Enrico Colombres.
La Argentina atraviesa una crisis estructural que ya no admite parches tibios. La democracia formal, tal como está concebida, ha sido secuestrada por la lógica de la polarización, la mediocridad dirigencial y la desconfianza popular. El sistema presidencialista, heredado de una tradición decimonónica, concentra poder sin equilibrio y facilita la parálisis política cuando el Ejecutivo y el Legislativo se enfrentan. Las decisiones se convierten en un campo de batalla y no en una construcción común. La representatividad está en jaque y el descreimiento de la sociedad en las instituciones se ha vuelto una constante. Es hora de reformar. De pensar la política no como botín partidario, sino como proyecto nacional. De construir un nuevo pacto social.
El agotamiento del modelo actual no es solo una percepción: es un hecho histórico respaldado por décadas de frustración y retroceso. Desde el regreso de la democracia en 1983, la Argentina ha transitado más de 40 años con vaivenes permanentes, crisis cíclicas y promesas incumplidas. Cada cambio de gobierno significó una refundación institucional, con planes que nunca trascendieron la coyuntura ni sobrevivieron a sus autores. No hubo continuidad, no hubo planificación, no hubo una mirada de largo plazo. Mientras países como Alemania o los escandinavos consolidaron pactos de Estado con políticas estables que trascendieron a sus líderes, nosotros seguimos enredados en disputas mezquinas, abandonando toda política apenas cambia el color del poder. ¿Cuántas veces tuvimos planes educativos que duraron menos que un mandato? ¿Cuántas veces se reformaron los regímenes jubilatorios solo para ajustar al que menos tiene? ¿Cuántas leyes fundamentales fueron escritas con letra chica y urgencia electoral?
Y no se trata solo de una crisis institucional. Argentina viene fracasando sistemáticamente en sus políticas económicas, sociales y educativas desde hace décadas. Gobierne quien gobierne, los resultados son los mismos: inflación crónica, pobreza estructural, exclusión, deterioro del sistema educativo, saqueo previsional, desindustrialización y fuga de talentos. Cada nuevo ciclo político arranca con promesas que duran menos que una conferencia de prensa, mientras el pueblo soporta el peso de un Estado ineficiente y una dirigencia que solo se acuerda de su electorado en época de campaña. ¿Cuántas veces más vamos a repetir la misma receta esperando resultados diferentes?
Peor aún: cuando la política entra en cortocircuito, los gobiernos abusan del recurso del Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU), violando la división de poderes y vaciando de contenido al Congreso. La voluntad popular queda maniatada por decisiones unilaterales, sin debate, sin consenso, sin control. ¿Eso es democracia? ¿Eso es república?
La traición no termina ahí. Diputados y senadores elegidos por una fuerza política traicionan a su electorado pasándose de bando a mitad de mandato. Cambian de camiseta como si fueran futbolistas en el entretiempo. Eso no es flexibilidad política: es estafa moral. Por eso, se plantea la necesidad de que todo legislador que abandone el bloque con el que fue electo pierda automáticamente su banca, y que el siguiente en la lista lo reemplace. Así, el mandato popular no será un cheque en blanco para la traición, sino un compromiso con consecuencias.
Pero el problema no es solo la traición: es también la impunidad. Por eso, proponemos que todo funcionario electo que no cumpla al menos el 70% de sus objetivos semestrales (que deberán estar previamente establecidos al momento de asumir) sea relevado de su cargo y reemplazado por el siguiente de la lista. Y más aún: quien no cumpla será inhabilitado para ocupar cargos públicos por un período mínimo de diez años. Porque gobernar no es un juego: es una responsabilidad con consecuencias.
En ese marco, se propone el inicio de un camino hacia una reforma constitucional que siente las bases de un sistema semipresidencialista. Un modelo en el cual coexistan un Presidente de la Nación, con rol moderador y representación del Estado, y un Primer Ministro, a cargo de la administración del gobierno, elegido por la fuerza política opositora en la Cámara de Diputados. Esta figura permitirá un control real del Ejecutivo, generando un sistema de frenos y contrapesos donde el disenso sea productivo y no obstructivo.
El corazón de esta propuesta es un Plan Nacional de Políticas de Estado con metas a mediano y largo plazo en materia económica, social, educativa, jubilatoria, comercial y productiva. Este plan deberá ser redactado por una comisión de expertos, aprobado por el Congreso y auditado de manera permanente por un Consejo Civil de Seguimiento compuesto por organizaciones no gubernamentales registradas. Además, este proceso será tutelado por asociaciones civiles y abierto a la fiscalización permanente del pueblo. El cumplimiento del plan dejará de depender del capricho de los gobiernos de turno y se convertirá en una hoja de ruta consensuada, que atraviese las gestiones sin modificarse por oportunismo electoral.
La participación ciudadana será otro pilar esencial. Toda decisión que implique una modificación sustancial en los lineamientos del Plan Nacional deberá ser sometido a una consulta popular vinculante, de carácter cuasi plebiscitario, mediante una plataforma digital segura, lo cual ya es posible siendo el ejemplo las últimas elecciones de CABA y su buevo sistema, validada por identificación con código y numero de tramite DNI. Este mecanismo no solo permitirá una mayor participación democrática, sino que reducirá los costos del sufragio, simplificará el acceso y fomentará una ciudadanía activa. El voto será obligatorio para todos los ciudadanos de entre 18 y 70 años, y optativo para los menores de 16 a 17 y mayores de 70.
Asimismo, se establecerá un sistema virtual de afiliación y desafiliación a partidos políticos, accesible también mediante DNI, que garantice la transparencia y la libertad política de todos los ciudadanos. Este mecanismo permitirá modernizar los partidos, facilitar el acceso de nuevas generaciones a la política y erradicar las prácticas clientelares que todavía subsisten en muchas estructuras partidarias.
Y si todo lo anterior falla, si un funcionario electo traiciona el mandato popular, el pueblo tendrá el derecho de revocarle el mandato mediante referéndum público en la misma plataforma digital. Sin burocracias, sin trabas, sin pactos de impunidad. Porque el poder es del pueblo. Y si el pueblo lo entrega, también puede retirarlo.
¿Vamos a seguir tolerando una democracia sin pueblo, una república sin representación y una política sin consecuencia? ¿Vamos a seguir votando cada cuatro años para después mirar desde la tribuna cómo nos gobiernan como quieren? ¿Vamos a resignarnos a que todo siga igual solo porque siempre fue así?
La respuesta tiene que ser un NO rotundo. Porque la democracia no es solo el derecho a votar cada cuatro años. Es el derecho a decidir, a construir, a fiscalizar. Es el derecho a que los errores no se repitan y a que el Estado no sea rehén de sus propios funcionarios. Porque la Argentina merece más. Merece otra oportunidad. Y sobre todo, merece un proyecto de país.