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Sexting: cuerpos pixelados, deseo en tránsito

Publicado el

por Milagros Tamara Santillán.

Hay un momento de suspenso antes de enviar. Una imagen tomada con cuidado, una pose ensayada, una palabra escrita con precisión. El deseo se vuelve mensaje, se embotella en un archivo y viaja. Cruza pantallas, redes, algoritmos. Se aleja del cuerpo, pero pretende encarnarlo.

El sexting no es nuevo, pero nunca fue tan presente. Tan veloz. Tan joven. Las generaciones nacidas con un celular en la mano lo viven casi como un lenguaje nativo. Pero lo que parece juego también puede ser presión, y lo que parece empoderamiento a veces es exposición.

En tiempos donde la intimidad se construye con emojis y se entrega en stories, el sexting aparece como una expresión ambigua: mezcla de libertad y riesgo, de conexión y simulacro. Una forma más de intentar, desesperadamente, estar cerca.

El deseo se vuelve archivo

En el sexting, el cuerpo se sustituye por píxeles. Donde antes bastaban las caricias y las miradas, ahora se envían fotos, videos cortos o audios que encapsulan un instante elegido para ser deseable. Ese instante, cuidadosamente editado, recorta cualquier imperfección: se busca la imagen “perfecta” para suscitar el deseo ajeno.

Al digitalizar el erotismo, transformamos lo efímero en un archivo que perdura —o al menos con esa ilusión de control—. Un envío dispara la sensación de potencia: “Yo mando esto y vos lo recibís.” Pero la volatilidad asoma: ¿se habrá borrado de verdad? ¿O existe una copia en alguna nube olvidada?

El brillo de la inmediatez convive con la zozobra de lo indeseable. El deseo se transforma en algo reproducible, reenviable, capturable. Se vuelve objeto.

La narrativa del sexting también redefine la intimidad. No se construye en el encuentro cuerpo a cuerpo, sino en un intercambio mediado por pantallas. La sorpresa y la complicidad toman forma de archivos; la voz se guarda en un clip que se repite, el gesto se ensaya para la cámara. El deseo ya no es efecto de la química del contacto, sino resultado de un protocolo: posar, enviar, esperar reacción.

¿Empoderamiento o exposición?

Para muchas personas, especialmente entre las generaciones más jóvenes, el sexting puede ser un acto de empoderamiento: una forma de explorar la propia sexualidad, definir los propios límites y construir confianza en el deseo. En un entorno donde la educación sexual formal sigue siendo insuficiente, las imágenes y mensajes eróticos enviados de forma consentida permiten experimentar la autonomía sobre el cuerpo y la narrativa erótica.

Sin embargo, ese empoderamiento convive con riesgos reales. La línea entre consentimiento y coacción puede volverse difusa cuando existen dinámicas de presión —explícita o implícita— por parte de parejas, grupos o incluso por la lógica misma de las redes. La posibilidad de filtraciones, chantajes o exposición pública coloca a quienes practican sexting en una posición vulnerable, con consecuencias que van desde la humillación hasta el daño emocional o reputacional.

Además, la experiencia del sexting no es igual para todxs. Las mujeres y disidencias sexuales suelen enfrentar un escrutinio más duro y un mayor estigma si sus imágenes circulan sin consentimiento. Mientras algunos varones pueden verse reforzados por expectativas de rendimiento o “pruebas” de virilidad, muchas otras identidades pagan un precio más alto cuando su sexualidad se materializa en archivos digitales.

Intimidad instantánea

El sexting propone una paradoja: con un solo clic, la intimidad parece más accesible que nunca, pero esa misma velocidad puede diluir la conexión real. El intercambio erótico se realiza en la inmediatez de un mensaje, donde lo instantáneo se valora por encima de la pausa, y el deseo se mide en la rapidez de la respuesta.

La inmediatez tecnológica redefine las expectativas: se espera confirmación casi inmediata —un “me gusta”, un emoji de fuego, un mensaje de vuelta— como señal de complicidad. Si la respuesta tarda, la ansiedad crece; si no llega, la decepción se impone.

A la vez, lo efímero se convierte en ley: fotos y videos se envían con la promesa de borrado, pero la confianza en esa función es frágil. Esa fugacidad aparente puede empujar a enviar más, a repetir, a buscar algo nuevo que sorprenda. El sexting se transforma en una rueda de producción de deseo, donde cada archivo es una nueva apuesta.

Sin embargo, esa misma velocidad también puede habilitar juego, humor, ligereza: stickers, filtros, poses exageradas, juegos de palabras. El sexting puede alimentar la complicidad y la creatividad erótica, siempre que se respeten los tiempos y los límites de cada persona.

Entre la piel y la pantalla

No se trata de demonizar ni idealizar el sexting, sino de comprenderlo. Es una práctica que puede ser lúdica, excitante y consensuada, pero que también puede cargar con riesgos si se ejerce sin educación ni cuidados.

El desafío está en habilitar conversaciones sobre consentimiento, deseo y límites también en el plano digital. Enseñar que una imagen compartida no equivale a disponibilidad eterna, que el respeto no termina cuando se apaga la cámara, y que el deseo —aunque viaje en archivos— sigue siendo humano, vulnerable, lleno de matices.

El sexting puede ser una forma de intimidad contemporánea, pero para que lo sea de verdad, debe sostenerse en vínculos donde el consentimiento sea claro, el juego mutuo, y la confianza no se archive… sino que se construya.

Porque entre la piel y la pantalla sigue latiendo la misma pregunta de siempre:
¿me ves? ¿me cuido? ¿te cuido?
O quizás una más urgente:
¿todavía nos tocamos… o sólo nos estamos mirando?

 

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