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La politica de Erdogan ¿Soberanía o dominación? El límite democrático en el caso kurdo

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por Nicolás Vega. 

A lo largo del siglo XX, el concepto de ocupación militar ha sido asociado casi por defecto a la intervención de un Estado extranjero en el territorio de otro. Sin embargo, en el siglo XXI, algunas formas de ocupación no responden a esa imagen tradicional. En ciertos casos, la ocupación es interna: se manifiesta como el control sostenido y militarizado de una región dentro de las propias fronteras estatales, con el objetivo de reprimir o asimilar a una población minoritaria que no encaja en la narrativa nacional dominante. Ese es el caso del pueblo kurdo en Turquía.

El conflicto entre el Estado turco y el pueblo kurdo es una de las tensiones más duraderas y menos visibilizadas del escenario político euroasiático. Aunque formalmente no se trata de un territorio «ocupado» por una potencia extranjera, en los hechos, muchas comunidades kurdas viven bajo condiciones que bien pueden describirse como una forma prolongada de ocupación interna: alta militarización, negación cultural y represión política.

Una historia de negación sistemática

Tras la disolución del Imperio Otomano y la creación de la República de Turquía en 1923, el nuevo Estado se fundó sobre una noción rígida de unidad nacional centrada en la identidad turca. En ese marco, los kurdos, a pesar de representar una población significativa y con historia, lengua y tradiciones propias, fueron oficialmente invisibilizados. Se les negó el reconocimiento como grupo étnico, su lengua fue prohibida en espacios públicos y educativos, y sus expresiones culturales reprimidas.

La insurgencia armada iniciada en 1984 por el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) fue un punto de inflexión. Desde entonces, el Estado turco ha justificado una presencia militar masiva en las provincias kurdas bajo el argumento de la lucha contra el terrorismo. Lo que en principio se presentó como una operación de seguridad se transformó con el tiempo en una ocupación de facto de vastas zonas del sureste del país, donde el ejército, la policía y los servicios de inteligencia han establecido un control territorial y social casi absoluto.

Militarización y desplazamiento

Los datos disponibles hablan por sí solos. Durante las décadas de mayor intensidad del conflicto, años 80 y 90, más de 3.000 aldeas kurdas fueron destruidas o evacuadas por fuerzas estatales. Se estima que alrededor de 1,5 a 2 millones de personas fueron desplazadas internamente. Aunque la intensidad del conflicto armado ha variado con el tiempo, la militarización de la región no ha cesado. Puntos de control, retenes militares, operaciones de seguridad constantes y patrullas en zonas rurales son parte del paisaje cotidiano para muchas comunidades kurdas.

La violencia no siempre es visible, pero es persistente. En las ciudades de mayoría kurda, como Diyarbakir, Cizre o Nusaybin, episodios de enfrentamientos, toques de queda prolongados y operaciones de cerco militar han dejado cientos de civiles muertos y miles de viviendas destruidas. La existencia de zonas bajo estado de emergencia, durante largos períodos, ha limitado gravemente las libertades individuales y colectivas de la población local.

Represión política e institucional

Pero el abuso de poder no se limita al despliegue militar. También se manifiesta en el plano institucional. En los últimos años, el gobierno turco ha intensificado una campaña sistemática de represión política contra representantes kurdos electos democráticamente. Esta práctica vulnera directamente el principio de autonomía local y el respeto al voto popular.

Además, numerosos dirigentes del HDP han sido encarcelados bajo cargos de terrorismo, a menudo basados en declaraciones públicas o actos simbólicos, como participar en marchas, emitir comunicados o simplemente hablar en kurdo en actos oficiales. Aunque el PKK es una organización proscrita y su accionar armado genera legítimos cuestionamientos, criminalizar de manera amplia y vaga toda expresión política kurda debilita seriamente el Estado de derecho en Turquía.

Cultura, lengua e identidad bajo presión

El control del Estado sobre el espacio público kurdo no se ejerce solo con armas o detenciones. También se proyecta sobre la esfera cultural. Aunque en las últimas décadas se han producido aperturas parciales, como la creación de canales de televisión en kurdo o la posibilidad de estudiar la lengua en instituciones privadas, el uso del kurdo en la administración pública sigue siendo limitado y, en ocasiones, penalizado.

Las iniciativas comunitarias para preservar la lengua, como bibliotecas, escuelas o teatros en kurdo, enfrentan obstáculos legales, administrativos o incluso intimidación policial. Esta represión cultural no solo niega derechos fundamentales, sino que también contribuye a una forma de asimilación forzada que busca diluir la identidad kurda en la narrativa oficial turca.

Una ocupación que traspasa fronteras

El alcance de la política represiva no se limita al territorio turco. En los últimos años, el Estado turco ha llevado a cabo múltiples incursiones militares en Siria e Irak, con el objetivo declarado de eliminar «santuarios terroristas» del PKK o sus aliados. Sin embargo, estas operaciones han tenido efectos devastadores sobre comunidades kurdas en el extranjero, particularmente en el norte de Siria, donde experimentos de autogobierno kurdo como el de Rojava han sido atacados sistemáticamente.

Estas acciones, realizadas sin autorización de los gobiernos locales o de organismos internacionales, evidencian una política de expansión de la lógica de ocupación: no se trata sólo de garantizar la seguridad del territorio turco, sino de impedir cualquier forma de autonomía kurda en la región, incluso cuando esta autonomía se organiza en formas democráticas, laicas y participativas.

El silencio internacional

Uno de los aspectos más inquietantes de esta situación es la escasa presión internacional sobre Turquía. Como miembro de la OTAN y socio comercial estratégico de Europa, Turquía ha sabido mantener una posición de poder en el tablero internacional que le otorga margen para actuar con relativa impunidad.

A diferencia de otras ocupaciones militares que generan condenas formales, sanciones o resoluciones internacionales, la situación del pueblo kurdo rara vez ocupa la agenda diplomática de los países occidentales. Las razones son múltiples: geopolíticas, económicas, migratorias. Pero el resultado es el mismo: una forma de normalización del abuso, en la que las violaciones de derechos humanos quedan subsumidas en los cálculos de la «estabilidad regional».

¿Ocupación o control soberano?

Algunos podrían objetar que la situación kurda no puede describirse como ocupación, ya que se trata de ciudadanos turcos viviendo dentro de las fronteras legales del país. Sin embargo, esta visión ignora una dimensión central: el tipo de poder que se ejerce sobre estas comunidades no responde a una lógica de ciudadanía plena, sino a una lógica de control. La falta de reconocimiento cultural, la represión institucional y la presencia militar permanente generan una relación de dominación que, aunque no cumpla estrictamente con la definición jurídica clásica de ocupación, reproduce sus efectos políticos y sociales.

En otras palabras, el pueblo kurdo en Turquía no vive bajo un régimen democrático inclusivo, sino bajo un modelo de exclusión estructural en el que el Estado ejerce su poder no para garantizar derechos, sino para limitar los márgenes de expresión colectiva de una nación sin Estado.

Una cuestión pendiente

La situación en el Kurdistán turco plantea preguntas incómodas sobre los límites de la soberanía estatal, el uso legítimo de la fuerza y la condición de ciudadanía. ¿Puede un Estado ser considerado plenamente democrático si mantiene una región bajo control militar prolongado? ¿Puede una comunidad desarrollar su identidad cultural cuando sus representantes son criminalizados y su lengua es sistemáticamente excluida? ¿Qué papel debe jugar la comunidad internacional frente a estas contradicciones?

No se trata de romantizar al pueblo kurdo ni de idealizar sus luchas políticas. Tampoco de negar la existencia de actores violentos dentro del conflicto. Pero sí es necesario reconocer que el trato que el Estado turco ha dado, y sigue dando, a millones de kurdos constituye una forma persistente y estructural de abuso de poder. Y que esa situación merece ser analizada desde el derecho internacional y la ética política.

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