por Enrico Colombres.
¿Y si ya estamos viviendo el fin de algo que nunca terminó de empezar? ¿Y si el siglo XXI en Argentina recién está arrancando ahora, en este caos sin relato, con uno que actúa como loco con la peluca embravecida, con un peronismo sin alma, y radicales que sobreviven como esos dinosaurios que la evolución olvidó extinguir?
Nos dijeron que el siglo XXI empezaba con la digitalización, con el progreso, con la democracia consolidada. Pero acá estamos, enchufados a la nada, tuiteando indignación, viendo cómo se desarma lo poco que quedaba del contrato social mientras las provincias tiemblan, los caudillos se encogen, y los pibes se rajan al exterior o se resignan.
El peronismo, ese mito viviente que supo ser revolución, Estado y cloaca popular o todo a la vez, hoy es apenas un reflejo pegado con un chicle recontra masticado que ni gusto tiene. Las «filas dispersas» suenan a columna de exiliados, a ejército sin general ni bandera. Hay peronismo en las palabras, pero no en los actos. Y lo que es peor de todo es que, hay peronistas que ya ni creen en el peronismo. ¿Quién conduce? ¿Quién obedece? ¿Qué se defiende cuando ya no se sabe qué se es?
Mientras tanto, los caudillos del interior, esos señores feudales con discurso de patria chica y billetera ancha, sienten que la tierra se les mueve bajo los pies. Milei les rompió el mapa les pateo el tablero. No por lo que hace, sino por lo que representa, un misil a las certezas. La “Libertad Avanza” no avanza como bloque, pero desordena como peste la unidad de otros partidos. Es una bacteria en el sistema político tradicional. No necesita mayoría, necesita caos estrategico.
Y los radicales… pobres radicales, queridos correligionarios, disculpen a los amigos. Son el abuelo que no se murió, pero ya nadie escucha. Siguen en las universidades firmes, pero como fósiles con banderitas, enseñando política como si el mundo no se hubiera incendiado. Pero algo cambió. Hasta en las aulas empieza a colarse la desconfianza. Lo que era semillero de cuadros es ahora semillero de descreídos. Militantes por costumbre. Reformistas sin reforma. La boina blanca ya no dice nada. Apenas susurra.
Vivimos un reinicio institucional. Pero no al estilo del 83, ni del 2001. Esto no tiene épica ni clamor popular. Es un reinicio frío, desordenado, como cuando se cuelga la computadora y no te queda otra que apagarla de prepo. Lo que está naciendo no tiene nombre todavía. Es un híbrido, anarco, digital, nihilista, memeable. Una nueva configuración política que todavía no se escribió, pero que ya siente su olor a plástico quemado.
No es solo Milei. Es lo que lo hace posible. Lo que lo sostiene a pesar de todo. Su poder no está en el Congreso, ni en el Pacto de Mayo, ni en el dólar blue. Está en el vacío. En ese agujero negro que dejó la política cuando se olvidó de representar a alguien, el ser la figura nueva que está cumpliendo lo que dijo que haría y ahí si rompió la tradición política, haciendo el ajuste que era necesario, pero nadie quería aceptar, aparte de ello la realidad es lo que ocurre.
Los pibes ya no quieren cambiar el mundo. Quieren irse. O, si se quedan, quieren ganar. Y si no ganan, al menos que nadie los joda. Esa generación que creció viendo que los ídolos morían pobres, locos o suicidados por el sistema, ya no compra promesas. Vio lo que le hicieron a Favaloro, a Maradona, a Charly, a los científicos que inventaban satélites y reparaban con cinta scotch y se tuvieron que ir a Alemania a lavar platos con PhD. Acá los genios son descartables. Los festejamos cuando están destruidos. Y los olvidamos cuando podrían ayudarnos.
Argentina es eso, una fábrica de genios rotos. Exportamos cracks, poetas, doctores, pero no sabemos cuidarlos. Los sacamos en la tapa de los diarios solo cuando ya no pueden hablar. Los matamos de amor, de hambre o de olvido. Después ponemos placas.
Mientras tanto, el mundo cambió. Dios está online y no contesta. La gente ya no reza, scrollea. Ya no busca el sentido de la vida, busca delivery en 15 minutos. Las redes reemplazaron a la política, la fe y la calle. No hay misa, hay algoritmo. Y el algoritmo no perdona, te encierra en lo que ya pensás. No hay debate, hay predicción de lo que queres crees y consumis un eco y zumbido en la oreja. No hay verdad, hay trending topic.
¿Y la democracia? La democracia se transformó en un sistema donde todos opinan y nadie decide ni hace ni propone. Donde el voto vale, pero el like vale más. Donde se discute la ley de bases con memes y se pelea el presupuesto en hilos de X. Milei entendió eso antes que todos. No gobierna, tira una perfo. No legisla, grita. Y así le alcanza.
Las instituciones tiemblan porque están hechas para otro siglo. Los partidos también. El Congreso parece un teatro viejo con decorado de cartón. Los sindicatos, corralones vacíos. La Justicia, una cueva de ciegos con trajes caros. Y sin embargo, el sistema aguanta. Como un cuerpo enfermo que no termina de morir.
¿Y ahora qué?
Ahora, a bancar el reinicio.
No va a ser ordenado, no va a ser justo, y no va a ser breve. Pero ya empezó. Y lo que viene, viene sin instrucciones. No hay manual para esto. Solo intuiciones, fragmentos, angustias que se tuitean a las tres de la mañana. Un país cansado de sí mismo buscando un espejo que no lo vomite.
Quizás sea hora de aceptar que no hay refundación. Que no va a venir otro Perón, ni otro Alfonsín, ni otro Néstor. Entendamos que lo que queda es reconstruir desde abajo, desde la intemperie. Con menos épica y más realidad. Con menos relato y más cuerpo humano. Porque el siglo XXI argentino no se parece a nada. Es único en su miseria y en su impotencia.
Quizás nos merezcamos lo que nos pasa. Pero también merecemos algo mejor. Aunque sea por los que se fueron sin ver el país que soñaron. Aunque sea por los que todavía resisten, sin aplausos ni cámaras. Aunque sea por la memoria de los genios rotos que nos hicieron creer que este país podía ser otra cosa.
Aunque sea, y esto es mucho decir, por la esperanza de que todavía, en medio de todo este cotolengo, haya algo por lo que valga la pena quedarse a pelear, la familia.