por Enrico Colombres.
Otra vez sopa, la Argentina jugando con fuego. Hay que decirlo con crudeza, lo que sucede en Gaza es una masacre televisada, un exterminio consentido por el silencio del mundo y promovido por el doble estándar moral de las potencias. No es un conflicto. No es una guerra. Es una operación sistemática de limpieza étnica que lleva décadas perfeccionándose bajo el disfraz de la seguridad nacional de Israel.
Las bombas caen sobre hospitales, los drones pulverizan escuelas, los tanques arrasan con barrios enteros. Y mientras tanto, en las capitales del mundo libre, los líderes se sacan selfies, firman pactos de defensa y se llenan la boca con discursos vacíos sobre la paz y los derechos humanos, gaza sangra y el mundo bosteza.
La hipocresía internacional alcanzó un nivel tan obsceno que ya ni se oculta. Porque si los muertos fueran europeos, cristianos, blancos o cercanos a los intereses geopolíticos de Washington o Londres, la indignación sería inmediata. Pero como los cadáveres son palestinos, pobres, musulmanes y sin lobby, no importan. Porque al parecer, en este siglo XXI, los derechos humanos son un lujo para quienes tienen pasaporte occidental.
En medio de esta tragedia, Argentina decidió jugar su carta más temeraria, el alineamiento absoluto con Israel en plena ofensiva genocida. No desde la neutralidad diplomática, no desde el reclamo por la paz, no desde la mediación internacional. No, la actual administración eligió convertirse en un actor militante del proyecto sionista, al punto de otorgar subsidios económicos a ciudadanos israelíes con dinero argentino, en un país con más del 50% de su población en la pobreza.
¿En qué cabeza cabe? ¿Qué lógica explica este delirio? ¿Desde cuándo la política exterior se gestiona como un acto de fe religiosa o una devoción mística? ¿Quién se beneficia realmente con este pacto? Porque está claro que no es el pueblo argentino. El Ejecutivo no solo estaría entregando recursos que podrían destinarse a la emergencia alimentaria, la salud o la educación de su gente. También arrastró a la Argentina a un conflicto ajeno, ubicándola como aliada incondicional de un Estado que hoy enfrenta múltiples denuncias por crímenes de guerra, y eso no es gratuito, ni simbólico, ni inocente.
¿Ya nos olvidamos de lo que pasó? ¿Tan rápido? En los años ‘90, cuando Argentina estrechó relaciones militares y tecnológicas con Israel, dos atentados terroristas sacudieron nuestra historia contemporánea. Primero la Embajada de Israel en 1992, luego la AMIA en 1994, Cientos de muertos, cientos de heridos, impunidad eterna, causas embarradas, servicios de inteligencia jugando para todos menos para la verdad.
Y hoy, bajo este nuevo alineamiento ciego, volvemos a exponernos como blanco de intereses cruzados, de venganzas geopolíticas, de fanatismos religiosos y de operaciones encubiertas que no controlamos. ¿Qué garantías tenemos de que no volverá a suceder? ¿Qué aprendimos de aquel trauma nacional? ¿Qué tan irresponsable se puede ser para repetir el mismo error esperando un resultado distinto?
La Argentina no tiene enemigos naturales. No tiene por qué estar en la mira de ningún bloque internacional. Pero cuando el poder central convierte la política exterior en una cruzada religiosa, cuando firma pactos sin medir consecuencias, cuando juega con fuego en Medio Oriente, todo puede pasar, y ya pasó.
Es hora de destruir otro mito, Israel no es hoy el pequeño estado asediado que lucha por sobrevivir, es una potencia militar que ocupa, bombardea, aniquila y expulsa, es un Estado con armas nucleares, con financiamiento millonario de Estados Unidos, con tecnología de vigilancia de última generación, y con el respaldo total de los grandes medios globales. El papel de víctima no se sostiene más.
Y sí, el pueblo judío fue víctima del Holocausto, del antisemitismo y de atrocidades inenarrables, pero nada de eso justifica convertirse en victimario, lo que hoy hace el sionismo en Gaza deshonra la memoria de los seis millones de muertos en Europa. Utilizar ese pasado para legitimar el exterminio presente no solo es inmoral, es siniestro.
El verdadero antisemitismo contemporáneo no está en criticar a Israel. Está en usar al pueblo judío como escudo humano para justificar crímenes de Estado. Está en equiparar cualquier denuncia de genocidio con odio antijudío. Está en convertir la identidad en trinchera.
Mientras tanto, el mundo avanza hacia una guerra global no declarada, pero cada vez más evidente, con Ucrania como bisagra, con Gaza como símbolo, con Taiwán como excusa y con Irán como próximo objetivo, el tablero está lleno de fichas listas para caer, y no es el juego T.E.G, es realidad.
Estados Unidos juega su rol de imperio decadentemente aferrado al control del petróleo, del cual el dólar ya no es el monopolio para su comercialización para las rutas del comercio y las conciencias de las democracias colonizadas. Inglaterra acompaña, como buen vasallo imperial. La OTAN ejecuta. Y del otro lado, Rusia, China, Irán y Corea del Norte observan, tensan, se arman y, cuando sea necesario, responderán.
Pensar que esta guerra no nos alcanzará es infantil. Y subestimar el poderío nuclear de estos actores es suicida. Basta recordar que fue la Unión Soviética, y no los aliados de Hollywood, la que sacrificó millones de vidas para derrotar al nazismo. Y que ese músculo, esa memoria y esa determinación aún existen, con nuevos nombres y otras banderas.
¿Y la ONU? ¿Dónde está la ONU? Como el sketch de Peter Capusotto en la pizzería, ¡así! En su laberinto. Emitiendo resoluciones sin peso, votaciones vetadas por Estados Unidos, informes que nadie respeta. Convertida en un organismo decorativo, símbolo de la impotencia global. Una escenografía multicolor para la foto de las cumbres diplomáticas.
¿Y la OTAN? La OTAN es directamente parte del problema. Una maquinaria bélica al servicio del negocio armamentista, que actúa como perro de ataque del imperialismo occidental. Los derechos humanos le importan un carajo. Su verdadero interés es mantener el dominio unipolar, cueste lo que cueste, y sangre quien sangre.
O seamos la Argentina. Tiene una tradición histórica de soberanía, de no alineamiento automático, de defensa de los pueblos oprimidos. Desde Perón denunciando los bombardeos en Corea, hasta Alfonsín alzando la voz contra la carrera nuclear. Incluso Menem, con todos sus errores, aprendió a golpes que el servilismo tiene consecuencias trágicas.
Hoy, bajo la gestión de turno, esa tradición está siendo destruida en nombre de un dogmatismo mesiánico que mezcla libre mercado, fanatismo religioso y entreguismo geopolítico. Un cóctel tan explosivo como insostenible.
También vale mencionar, aunque muchos prefieran esquivar el tema, la sombra persistente del llamado Plan Andinia, aquella presunta estrategia para instalar una base territorial del sionismo internacional en la Patagonia, no solo en Argentina, sino también en el sur de Chile, donde inversiones extranjeras, compras masivas de tierras y movimientos diplomáticos silenciosos han empezado a encender alarmas. Más allá del nivel de ejecución real de dicho plan, lo cierto es que ya no es solo una inquietud argentina, sino una cuestión que involucra al cono sur entero. Y cuando a eso se le suman las múltiples profecías apocalípticas, como las de Benjamín Solari Parravicini, etc., o las teorías conspirativas que circulan desde hace décadas, el panorama deja de ser simple fantasía. No se trata de caer en el alarmismo ni en la paranoia colectiva, pero sí de comprender que muchas veces la ciencia ficción es solo el prólogo de una realidad que tarda en oficializarse. Cuando algo se convierte en “vox populi”, es porque la conciencia colectiva ya lo percibe, aunque el poder lo niegue.
En ese contexto, la Argentina no puede ni debe ser peón de agendas ajenas. Tiene que levantar su propia bandera, la del mensaje de paz entre naciones, culturas y religiones, como faro moral y diplomático en un mundo cada vez más en guerra. Nuestra política exterior e interior deberían regirse por la coherencia entre palabra y acción, entre ideales y recursos. Porque no se puede predicar la igualdad, realizar un ajuste y al mismo tiempo subvencionar ajenos mientras millones de propios no tienen ni para comer. La solidaridad es un valor universal, pero empieza cuidando nuestra casa. Y la justicia verdadera se construye desde la soberanía, no desde la obediencia colonial.
El pueblo argentino merece otra cosa. Merece una política exterior pensada con cabeza propia. Con inteligencia estratégica. Con empatía internacional. Y con memoria.
Porque al final del día, lo que sucede en Gaza nos interpela como seres humanos. No se trata solo de política. Se trata de no perder el alma. De no aceptar como “normal” la imagen de un padre llorando sobre el cuerpo calcinado de su hijo. De no justificar lo injustificable. De no callar ante la barbarie por miedo, por indiferencia o por conveniencia.
Cada vez que una bomba cae sobre un hospital, también se derrumba un pedazo de nuestra humanidad. Cada vez que callamos ante un genocidio, participamos un poco de él.
Y si Argentina vuelve a convertirse en plataforma de operaciones extranjeras, si volvemos a jugar el juego de otros sin pensar en nuestras consecuencias, si otra vez nos convertimos en blanco por aplaudir lo que deberíamos condenar, entonces solo quedará repetir un pasado inevitable y tropezar una vez más con la misma piedra, y tomar sin ganas lo que tanto odiaba la Mafalda de Quino, ¡otra vez sopa!