por Nicolás Salvi.
En esta séptima estación del viaje, abandonamos por un momento los caminos iluminados del cosmismo ruso para internarnos en un desvío tumultuoso, abrasivo y vertiginoso: el futurismo italiano. Si hasta aquí exploramos visiones del porvenir ancladas en la trascendencia, la comunión y la ciencia como forma de cuidado cósmico, ahora nos encontramos con otra figura del futuro. Una mirada viril, incendiaria y musculosa. El porvenir como conquista en base a sangre y acero. Esta entrega no es un homenaje, sino una confrontación. Porque para entender lo que los cosmistas proponían, también hay que detenerse ante lo que rechazaban: una modernidad basada en la máquina como arma, el arte como dinamita y la técnica como herramienta de guerra.
El futurismo nació como una rebelión contra la lentitud, la memoria y el pasado. En el “Manifiesto del Futurismo” publicado por el tan celebre cómo controvertido Filippo Tommaso Marinetti en 1909 en Le Figaro, el tono ya era inequívoco: “vamos a glorificar el movimiento agresivo, el insomnio febricitante, el paso gimnástico, el salto arriesgado, las bofetadas y el puñetazo”. Su elogio de la violencia, de la máquina, de la juventud y de la guerra como “la única higiene del mundo” iba más allá de la provocación estética. Era una tentativa de refundar la sensibilidad moderna a partir de una alianza entre técnica, política y épica.
El manifiesto aborrece abiertamente el museo, la biblioteca y la tradición académica. “Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias” afirmaba con furia. Para Marinetti, el museo era una “necrópolis” del arte muerto. La tarea del arte es portar la espada de fuego que ponga fin a la paz. El pasado debe arder para que el futuro comience. Es esa la lógica del “incendio de la Academia” que tanto influirá, poco después, en las retóricas políticas y estéticas de las vanguardias de los ardidos fascistas.
La radicalidad del futurismo no se limitó al arte. Marinetti fue uno de los primeros intelectuales modernos en articular una estética integral con ambiciones de programa político. En textos como Guerra, sola igiene del mondo (1915) y Democrazia futurista (1919), propuso una forma de reorganizar la sociedad en la siempre presente clave energética, joven, masculina y gloriosa. En 1918 fundó el Partito Político Futurista, que luego sería absorbido por los Fasci di Combattimento de Benito Mussolini. A partir de entonces, Marinetti fue una suerte de ideólogo estético del régimen, aunque siempre mantuvo un perfil particular.
Esa identificación entre máquina y voluntad, entre guerra y renovación, entre arte y violencia, define el núcleo duro del futurismo marinettiano. “un automóvil que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia”, escribió en uno de los pasajes más famosos del manifiesto. La belleza deja de ser contemplativa para ser plenamente cinética. Debe chocar, acelerar y desintegrar la herencia de la putrefacta y caduca ancianidad. De ahí su defensa de la guerra como “acto estético supremo”. Para el profeta futurista, la tecnología es el arma para la afirmación de un sujeto soberano, heroico y viril.
Pero, por suerte, no todo el futurismo fue Marinetti, ni todo el futuro se escribió con municiones. Mientras en Italia se exaltaba la destrucción como promesa de pureza, en Rusia emergían otras vanguardias que exploraban caminos menos violentos, más místicos y arcaizantes. Una figura central de esta constelación fue Natalia Goncharova (1881–1962), pintora, diseñadora y escenógrafa, una de las primeras mujeres artistas de vanguardia en alcanzar renombre internacional. Goncharova impulsó una suerte de “futurismo eslavo” —como luego lo llamaron los historiadores— donde el gesto popular, el simbolismo religioso y la energía vital reemplazan al culto de la máquina de muerte. A diferencia del desprecio marinettiano por la tradición, Goncharova exploró activamente la iconografía ortodoxa, el arte campesino ruso y la mitología local. Todo esto no con el hedor de celebración nostálgica, sino como semillas de un porvenir transfigurado. Su adhesión al primitivismo implicaba un injerto de lo moderno sobre una raíz espiritual insondable.
A su lado, su pareja, Mijaíl Lariónov (1881–1964), también pintor y teórico, fundó junto a ella el rayonismo, una corriente que intentaba representar no los objetos, sino los rayos de luz que emanan de ellos, anticipando así la abstracción y fusionando ciencia, arte y espíritu. Tanto Goncharova como Lariónov, fueron figuras clave del grupo de David Burliuki (1882-1967), que nucleó buena parte del cubo-futurismo ruso de inicios del siglo XX. Como señala el académico Vladimir Markov, el cubo-futurismo ruso no rompía con el pasado como lo hacía el italiano, sino que superponía niveles de tiempo, mito y símbolo. En vez de una fuga hacia adelante, proponía una sinfonía de planos: lo ancestral y lo inminente, lo esotérico y lo material, lo arcaico y lo técnico
La tensión entre el individuo heroico y el colectivo cósmico atraviesa toda la experiencia del futurismo ruso. Muchos poetas y artistas rusos se resistieron abiertamente al término “futurismo” porque implicaba una filiación directa con los fascistas italianos, que consideraban superficiales y destructivos. El poeta Benedikt Livshits (1887-1938), miembro destacado del grupo Hylaea, diría que nunca hubo un momento en que esa palabra definiera verdaderamente su movimiento. Más que un programa coherente, lo que animaba a estas vanguardias era un impulso hacia el experimento de hibridación constante entre folclore y vanguardia. Un deseo de futuro, sí, pero un futuro más sensorial que mecánico, más cósmico que nacional.
Esa tensión entre un futurismo de la violencia y un futurismo del vínculo, entre un sujeto heroico y un sujeto cósmico, es una clave para entender las encrucijadas modernas de la tecnopolítica. El primero engendra el fascismo; el segundo, quizás, alguna forma de comunión futura. En este sentido, el futurismo fue también un espejo de las ambigüedades de la modernidad: la exaltación de la técnica como salvación y como condena, como liberación y como arma.
El culto a la velocidad de Marinetti fue también un síntoma de una época que soñaba con escapar de sí misma, aunque solo supo acelerarse hacia el abismo de la cuasi-autodestrucción. Hoy, en el vértigo del colapso ecológico y la obsolescencia programada, tal vez nos haga falta otro tipo de movimiento. Desde las ruinas humeantes del progreso a base de fuego y acero, el cosmismo reaparece como una brújula para orientar la esperanza de la ciencia futura sin renunciar al misterio de la historia.