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Convertibilidad sin dólares

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por Nicolás Gómez Anfuso

¿Revolución o shock controlado? Anatomía del experimento Milei

Argentina atraviesa un proceso de cambio económico profundo. Muchos lo comparan con la convertibilidad de los años 90, aunque esta vez sin el respaldo en dólares que aquella etapa ofrecía. El gobierno actual apuesta por bajar el déficit, liberar los mercados y cambiar el modo en que funciona el Estado.

La inflación empieza a ceder, los mercados muestran algo más de calma y los analistas internacionales observan con cautela. Sin embargo, en la vida cotidiana la cosa se siente distinta: cae el consumo, los sueldos pierden poder y muchos argentinos ajustan sus gastos al extremo. Aunque no se decretó una convertibilidad formal, el plan económico se sostiene en tasas altas, emisión controlada y recortes en el gasto. La gran pregunta es si esta fórmula puede mantenerse en pie sin agravar el impacto social.

Comparar con los años 90 puede ayudar a entender la lógica del plan, pero el contexto es otro: no hay tipo de cambio fijo ni reservas fuertes. Por eso, la estabilidad todavía es frágil. Todo dependerá de si logra recuperarse el trabajo, el consumo y la confianza.

No se trata solo de estabilizar. El verdadero desafío es transformar sin romper lo que queda del entramado productivo y social. Hacerlo sin que la gobernabilidad se vea comprometida será clave para sostener el rumbo.

Dos caminos para ordenar la sociedad: entre el gasto y el ajuste

El kirchnerismo apostó durante años a los subsidios, los planes y el control estatal como forma de calmar tensiones. El gobierno actual, en cambio, propone reducir al máximo el gasto, liberar los mercados y acotar el rol del Estado. Aunque las ideas son distintas, el objetivo de fondo es el mismo: tratar de contener los conflictos sociales y dar cierto orden al país.

Durante dos décadas, el kirchnerismo creó una red de asistencia con recursos que salían de la emisión y la deuda. Su idea era sostener la demanda y redistribuir. Ahora, el oficialismo plantea un camino inverso: eliminar el déficit y cortar con los subsidios, buscando «sanear» las cuentas públicas.

Ambas formas intentan administrar el malestar, pero con herramientas distintas. Una a través del gasto, otra por medio del ajuste. En los dos casos, el Estado sigue siendo el actor central que organiza cómo se distribuyen los recursos y cómo se administra la conflictividad.

La pregunta es si alguno de estos modelos puede realmente lograr un cambio duradero. En una sociedad golpeada por años de crisis, el riesgo es que las personas pierdan la capacidad de involucrarse, ya sea por cansancio o por resignación.

¿Revolución o shock controlado? Anatomía del experimento Milei

El actual gobierno lleva adelante un programa de reformas a un ritmo poco común en la historia democrática reciente. Sin mayoría propia en el Congreso, impulsa cambios profundos en áreas clave del Estado, la economía y la regulación institucional.

Entre las principales medidas se incluyen la revisión de normativas, la baja del gasto público, el rediseño del sistema de transferencias fiscales y la venta de activos del Estado. La idea es reorganizar el funcionamiento estatal con menos intervención y más eficiencia.

Lo que sorprende es el escaso nivel de protesta social, a pesar del impacto que estas decisiones tienen. Las razones pueden ser varias: fragmentación de los gremios, debilidad opositora o la esperanza de que esta vez el ajuste funcione. No es común ver reformas de este calibre sin una reacción fuerte en la calle.

El interrogante es si esta transformación logrará sostenerse en el tiempo o si es solo una respuesta rápida a una crisis prolongada. Su éxito dependerá de si puede estabilizar la economía, atraer inversiones y recomponer el empleo sin romper la cohesión social.

Más allá de los discursos, el rumbo que se está tomando marcará el tipo de país que tendremos en los próximos años. El equilibrio entre lo fiscal, lo político y lo social será el verdadero termómetro del resultado.

 

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