por Enrico Colombres.
Los países no se entregan de una vez; se los entrega poco a poco, en actos que parecen aislados y que sólo más tarde se reconocen como parte de un plan.
Raúl Scalabrini Ortiz
Hubo un tiempo en el que la Argentina producía para sí misma. La industria automotriz es un ejemplo casi romántico de esa época, más del 90 % de lo que se vendía se fabricaba acá, con piezas nacionales, mano de obra local y un mercado interno protegido como un tesoro. No se trataba solo de autos; era un entramado de talleres, proveedores, ingenieros y trabajadores que vivían de ese circuito productivo. Las góndolas y los escaparates hablaban en argentino, y la balanza comercial tenía un pulso firme.
Ese modelo, con todos sus defectos, se fue desarmando lentamente. No fue un derrumbe repentino, sino una demolición paciente: decisiones políticas erráticas, aperturas comerciales sin respaldo productivo y una fe ciega en que “lo de afuera” siempre sería mejor. Así, el país pasó de fabricar vehículos propios a importar hasta el aire de los neumáticos.
Uno de los quiebres más claros fue la crisis de los astilleros. Argentina llegó a tener capacidad para construir barcos mercantes y militares con un nivel de calidad que nos daba autonomía real. Eran años en los que la flota marítima nacional no era un adorno ni un recuerdo: transportaba nuestras exportaciones, generaba divisas y garantizaba soberanía económica. Sin depender de navieras extranjeras, el país podía decidir cómo y cuándo mover sus productos.
Pero esa fuerza industrial se fue apagando bajo un martilleo constante de recortes, subinversión y privatizaciones disfrazadas de modernización. El desguace de la flota mercante fue más que la pérdida de barcos: fue la entrega voluntaria de una palanca estratégica de desarrollo. Y la historia se repitió en otros frentes: los puertos aceiteros y cerealeros —clave para la salida de nuestras principales exportaciones— pasaron a manos privadas y extranjeras. Las decisiones sobre precios, tiempos y rutas dejaron de tomarse en Buenos Aires o Rosario y comenzaron a definirse en oficinas a miles de kilómetros.
Este retroceso industrial y logístico no es un accidente ni una mala racha. Es el resultado directo de la ausencia de políticas de Estado a largo plazo. Cada gobierno llegó con su libreto improvisado, desarmando lo que el anterior había hecho, sin importar si funcionaba. En ese juego mezquino, los activos de la Nación —que pertenecen a todos los argentinos— fueron usados como fichas para cerrar números de corto plazo o cumplir compromisos externos.
La historia ofrece advertencias elocuentes. De una industria automotriz casi autónoma a un mercado cautivo de terminales globales. De una flota mercante con bandera argentina a pagar fletes en divisas a empresas extranjeras. De puertos estratégicos bajo control nacional a concesiones que benefician a unos pocos.
Este patrón no distingue ideologías ni colores partidarios, se ha repetido con gobiernos de todos los signos.
La urgencia es clara, ningún presidente, ministro o funcionario debería tener la potestad de vender, concesionar o ceder activos estratégicos de la Nación sin un referéndum vinculante. El patrimonio nacional no es propiedad de la administración de turno. Empresas, tierras, infraestructura y recursos construidos colectivamente no pueden ser tratados como una billetera de emergencia para tapar agujeros fiscales.
Pero no alcanza con proteger lo que queda. Cada ministerio nacional debe tener objetivos productivos concretos, medibles y con plazos claros. Esas metas deben estar definidas por ley, con sanciones reales si no se cumplen. Si un ministro no logra los objetivos, debe ser destituido automáticamente e inhabilitado por al menos diez años para ejercer cargos públicos.
No se trata de castigar por deporte, sino de que la gestión pública deje de ser un espacio donde el fracaso no tiene consecuencias.
La falta de políticas de Estado nos ha costado generaciones de oportunidades. Cada industria que se desarma no solo cierra fábricas: arrastra oficios, saberes y redes de producción que después cuesta décadas reconstruir. La resignación social —el “y bueno, así es Argentina”— se ha convertido en el mejor aliado de la mediocridad política.
El plan, consciente o no, siempre es el mismo, debilitar capacidades propias para hacernos dependientes. Y en ese esquema, cada activo entregado es una victoria para intereses externos y un golpe a la economía real. Ni la presión extranjera, ni la deuda, ni un cambio de ciclo económico justifican entregar las herramientas que nos permiten valernos por nosotros mismos.
Argentina todavía tiene recursos, talento y capacidad productiva para recuperar parte de lo perdido. Pero eso no va a pasar si seguimos dejando que el patrimonio nacional se negocie como si fuera una mesa de remates. El país necesita leyes que lo protejan de la improvisación y del oportunismo, y una sociedad que no se resigne a ser espectadora de su propio desmantelamiento.
Marco Aurelio decía; “La pérdida no es otra cosa que cambio, y el cambio es el deleite de la naturaleza”. En política y economía, esa frase debería invertirse: no toda pérdida es un cambio positivo, y no todo cambio es natural. Algunas pérdidas son deliberadas, diseñadas para enriquecer a pocos y empobrecer a muchos.
Reconocerlo es el primer paso. Impedirlo, el único camino para que la Argentina vuelva a ser dueña de su destino. Y en definitiva, ¿qué vamos a hacer como sociedad para revertir esta situación? O mejor dicho: ¿qué vas a hacer vos?