El aceleracionismo promete destruir el capitalismo acelerándolo. Pero, ¿no será esa carrera un modo de obedecer más rápido al mismo sistema que queremos derribar?
El término “aceleracionismo” circula como consigna intelectual y como provocación. Su origen suele rastrearse en un pasaje célebre de El Anti-Edipo de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1972), donde sugerían que la salida no era contener al capitalismo, sino empujarlo hacia adelante, dejar que las fuerzas de deseo y producción corran hasta el límite. Esa idea, ambigua y explosiva, fue radicalizada en los noventa por Nick Land y el movimiento CCRU en Inglaterra: la tecnología, la inteligencia artificial, las finanzas y la velocidad del mercado debían liberarse por completo, sin resistencias, para precipitar la implosión del sistema.
La paradoja es brutal. ¿Cómo confiar en que acelerar la máquina capitalista conduzca a su colapso y no, más bien, a su perpetuación? Walter Benjamin ya lo había visto desde otro ángulo, lo que llamamos progreso no es una marcha triunfal hacia adelante, sino una tormenta que empuja al ángel de la historia hacia un futuro de ruinas acumuladas. En ese sentido, el aceleracionismo es el reverso de Benjamin, no interrumpir la tormenta, sino subirse a ella como si en el huracán estuviera la salvación.
Nick Land llevó esa intuición al extremo, el capitalismo es una inteligencia alienígena que usa a los humanos como material descartable para acelerar su propia evolución maquínica. En ese esquema, no hay lugar para emancipación humana. La aceleración es un destino, no una estrategia. De allí nace la vertiente más oscura del aceleracionismo, que hoy dialoga con el transhumanismo y con imaginarios cercanos a Silicon Valley.
Frente a esa deriva, Srnicek y Williams —en Inventar el futuro (2015)— propusieron otra lectura, usar la aceleración tecnológica como herramienta política para redistribuir el poder y generar instituciones poscapitalistas. Automatización, renta básica, reducción drástica de la jornada laboral: su apuesta es que la aceleración no tiene por qué ser monopolio del capital. Puede ser reapropiada por lo común.
Pero incluso ahí persiste la pregunta, ¿la velocidad en sí misma es emancipadora? ¿O es simplemente la forma en que el capitalismo nos captura mejor? Jean Baudrillard se burlaba de esta fe en el progreso técnico: la aceleración no destruye al sistema, lo hace metastatizarse, lo hace más ubicuo, más imperceptible. Guy Debord, antes, había mostrado cómo la lógica del espectáculo absorbe incluso a la crítica. El aceleracionismo corre el riesgo de convertirse en la estética oficial del capitalismo tardío, rebeldía programada, vértigo administrado.
Y lo vemos en la vida cotidiana. La cultura digital ya es aceleracionista, feeds infinitos, algoritmos que no permiten pausa, productividad sin descanso. Vivimos en la lógica de “más rápido, más visible, más productivo”. Esa velocidad no es un arma contra el sistema, es el modo en que el sistema se sostiene.
La paradoja del aceleracionismo es que alienta a empujar los engranajes que ya nos devoran. Confunde la catástrofe con la liberación. Y sin embargo, su atractivo persiste porque encarna una verdad de nuestro tiempo: que no sabemos cómo frenar.
En Fuga creemos que ahí está el verdadero punto, la resistencia no está en acelerar más, sino en interrumpir. En reapropiarnos del tiempo lento, del silencio, del gesto que no obedece a la lógica del rendimiento. Frente a la marcha hipnótica de la tormenta, a veces la acción más radical es detenerse.
Porque acelerar hasta el abismo no es un camino a la emancipación, sino el modo más fiel de obedecer al sistema que decimos querer destruir.