Por Victoria Sáenz.
El hombre es lo que come.
Ludwig Feuerbach
¿Por qué aceptamos vivir como rebaño? ¿Por qué entregamos tiempo y energía a un sistema que nos roba la vida a cambio de billetes que se devalúan? Una respuesta posible está en algo que hacemos todos los días, casi sin pensar: comer.
“Somos lo que comemos” no es solo una frase para nutricionistas. Es una verdad política. Si lo que comemos son pollos criados en galpones, vacas de feedlot inyectadas con hormonas y granos fumigados con glifosato, no sorprende que terminemos actuando como esos animales: resignados, adiestrados, obedientes. La agroindustria no solo produce alimentos, produce formas de vida.
En Argentina esto se ve con crudeza: pueblos enteros fumigados con agrotóxicos, chicos con problemas respiratorios, enfermedades silenciosas que después nadie quiere asociar al modelo sojero. El mismo campo que alimenta el “orgullo nacional” es el que envenena el agua, degrada la tierra y transforma el pan en un producto químico. Y en la ciudad, mientras tanto, nos disciplinan con ultraprocesados: harinas refinadas, azúcares ocultas, grasas saturadas. Después, las mismas empresas que nos enferman nos venden la cura: suplementos, bebidas “light”, promesas de salud en envase de plástico.
El supermercado es la nueva iglesia del consumo. Todo está ahí, ordenado, brillante bajo la luz blanca de los tubos. El gesto de pasar la tarjeta parece un acto inocente, pero es la confirmación de una obediencia: la de depender de una cadena global para sobrevivir. La independencia alimentaria se perdió hace décadas. Ya casi nadie sabe qué hay detrás de lo que pone en su mesa. Y esa ignorancia también es política.
Porque una sociedad mal nutrida es una sociedad más dócil, más enferma y más controlable. El cansancio, la apatía, la depresión muchas veces no nacen de un problema “interior”, sino de lo que consumimos a diario. Una dieta industrial es también una dieta de obediencia.
La alternativa no es volver a un primitivismo romántico. Es recuperar algo de conciencia: huertas urbanas, mercados locales, cooperativas de productores, comer menos procesado y más cercano, menos rápido y más real. Significa también entender que alimentarse es un acto político: cada vez que elegimos qué comer, elegimos qué sistema reforzamos.
No se trata de santificarse con dietas puristas. Se trata de recuperar la relación directa con lo que nos da vida. Un animal cuidado y sacrificado con respeto alimenta distinto que una hamburguesa de cadena global. Una verdura de huerta tiene otra energía que la que viajó mil kilómetros en un camión para llegar plastificada a una góndola. Comer con conciencia no es moda: es resistencia cotidiana.
¿Querés ser polenta? ¡Comé polenta!
¿Querés libertad? ¡Pájaros!
¿Querés fuerza? ¡Cangrejos!
¿Querés rebeldía? ¡Plantas silvestres, frutos salvajes, raíces escondidas!
El retorno a las fuentes es un viaje de ida. Comer es más que sobrevivir: es decidir en qué mundo queremos vivir. Y si el presente nos sirve obediencia en bandeja de plástico, quizás el primer acto de insurrección sea tan simple como cambiar lo que ponemos en la boca.
Buen provecho.