Por Walter Bernal.
Un relato en primera persona sobre uno de los secuestros más recordados de los 90, contado desde adentro de la investigación.
El 3 de julio de 1992 me encontraba en mi domicilio, un viejo departamento de un ambiente y medio en la zona de Barracas (ya había mejorado algo). Eran aproximadamente las 10 de la mañana cuando tocan el portero eléctrico en forma insistente. Era el chofer del móvil no identificable 453, que por órdenes del comisario Vicente Luis Palo debía constituirme de forma urgente en la dependencia, con un bolso de ropa para varios días.
Una vez en la Unidad, el jefe reúne a las brigadas y yo entre ellos. Creo que era merecedor de estar allí: ya había pasado por varias pruebas de fuego y me había ganado la confianza y el respeto del grupo. Hasta ese momento nadie sabía lo que pasaba; en otra oficina, los jefes estaban reunidos con el juez. Terminada la reunión, llegan con las órdenes y directivas del caso.
Se había producido el secuestro de un joven de 14 años llamado Marcelo Dalman, hijo de un empresario industrial. El chico no había llegado al colegio y sus padres recibieron un llamado telefónico al domicilio particular informándoles que había sido secuestrado. A partir de ese momento se puso en marcha todo un mecanismo de acciones operativas: las brigadas salieron a la calle y se constituyeron en las proximidades del colegio y del domicilio a fin de buscar testigos o algún indicio que pudiera dar con la descripción de los secuestradores. En aquellos años no existían las cámaras de tránsito; era mucho más difícil y todo era a pulmón e ingenio, típico de argentinos.
—Mientras tanto, vos pibe te venís conmigo, vamos a la casa de la familia y te vas a quedar ahí de mediador hasta que aparezca el chico —ordenó el comisario.
No creo que me hayan elegido por mis habilidades. Era una tarea que nadie quería hacer, porque el mediador u orientador estaba tan secuestrado como la víctima, pero en el domicilio. No se podía salir de allí hasta la liberación: era la cara visible y el responsable ante la familia de los errores que se pudieran cometer en la investigación. Mi función, más allá de guiarlos en la negociación, era la de recabar toda la información del entorno familiar: amistades, intereses, conflictos… Nada se dejaba librado al azar; todo se analizaba e investigaba.
Recuerdo que cuando llegamos a la casa de la familia, un piso departamento en la zona de Belgrano, con el comisario Palo y el subcomisario Carlos Alberto Sablich, el ambiente era similar al de un velatorio. Estaba lleno de amigos y familiares, gente llorando, nadie hablaba, solo en voz baja. Fuimos recibidos por los padres del joven y, cuando se les explicó de mi presencia en el domicilio, la madre dio un “No” rotundo:
—Encima que secuestran a mi hijo, me meten un tipo en mi casa. Acá no quiero a nadie.
Finalmente se la pudo convencer y me quedé en el domicilio como un huésped no deseado. No fui bien recibido. En un principio, el clima fue muy tenso: mi presencia incomodaba, todos me veían con total desconfianza. Solo me apoyaba el padre; el resto de la familia me evitaba y nadie quería aportar información. En esos tiempos tenía 25 años, y todos pensarían: “¿Qué puede saber este pibe?”. Lo sé, lo veía en sus rostros. Pero ahí estaba yo, en un lugar desconocido, tratando de ayudar y dar alivio a una familia desesperada.
Antes de retirarse de la casa, mis jefes me dieron las últimas directivas:
—Informá todo lo que escuches y veas, sé cauto en lo que vas a decir, no prometas nada. Aconsejá y orientá a la familia en la negociación con los secuestradores. Te dejamos un radio para que te comuniques. Suerte, Kike.
Me habían llamado por mi apelativo, nunca antes había pasado. Todos teníamos nuestro nombre de guerra y fue realmente allí donde me sentí parte del grupo operativo.
Cuando el resto de la gente se retiró del domicilio, hice una reunión con la familia y les expliqué el proceso de cómo íbamos a manejarnos de ahora en más. El secuestro de Marcelo debía tratarse con mucha discreción: la noticia no podía caer en manos del periodismo ni salir a la luz, eso crearía una presión innecesaria sobre los secuestradores y podía llevarlos a tomar medidas drásticas contra el cautivo, lo cual dificultaría la investigación. Les expliqué sobre el ABC que iban a escuchar de los secuestradores en forma amenazante:
—Sabemos que está la Policía.
—Los teléfonos están pinchados.
—Los estamos vigilando.
—Hagan todo lo que les decimos.
—Ante la duda, matamos a la víctima.
Ya me habían preparado para estas eventualidades. Un viejo suboficial de la División, cuyo apelativo era “Perico”, manejaba con mucha habilidad el arte de la negociación. Había participado de varios secuestros como mediador y mantenía una buena relación con las familias de las víctimas, convirtiéndose en uno de los hombres de confianza y consultor permanente del entorno.
El consejo que me dio fue:
—Nunca recibas dinero de los millonarios, ellos pagan sus favores de esa forma. Mirá el futuro, ganate su confianza. El dinero corta el vínculo.
Y así comenzó mi estadía con la familia. Ya habían pasado tres días y no teníamos novedades de los secuestradores. Yo dormía en el cuarto de servicio y almorzaba con el personal doméstico. Se recibían visitas de familiares y amigos durante todo el día; cada uno de ellos esbozaba su propia teoría de lo sucedido, lo que preocupaba cada vez más a la familia.
Al día siguiente, en horas del mediodía, el portero del edificio hizo entrega de una carta sin remitente a nombre de Diana (madre de Marcelo), despachada por correo privado Ocasa. Sin saber de qué se trataba, la madre del joven no le dio mayor importancia y la dejó sobre la mesa. Horas más tarde, cuando decidió abrirla, su rostro se transformó: se trataba de una misiva escrita a máquina, en fotocopia, enviada por los secuestradores, que decía:
“El chico está bien. Andá juntando UN MILLÓN Y MEDIO DE DÓLARES, hacé lo que te decimos y no avises a la policía. La vida de tu hijo depende de vos.”
La novedad fue transmitida de inmediato por radio. Fue un caso inédito: una comunicación que no se esperaba, ya que los secuestradores solían comunicarse por vía telefónica. Tuve que colocarme los guantes descartables e introducir el sobre y la misiva en un folio transparente con el fin de preservar huellas dactilares y posibles rastros que pudiera contener, confeccionando un acta de secuestro para certificar el acto.
Se hicieron presentes los jefes para analizar la misiva y llevarla hasta la División Rastros, mientras se ordenaba a las brigadas operativas constituirse en la sucursal de Ocasa donde fue despachada la carta y realizar todas las averiguaciones pertinentes.
En horas de la tarde, mientras la familia realizaba las gestiones para conseguir el dinero restante, se hizo presente el portero con una nueva carta a nombre de Silvio Dalman, pero esta vez despachada por Correo Argentino. Me hicieron entrega del sobre, lo abrí cuidadosamente, tomé los recaudos correspondientes —guantes, folios— y entregué nuevamente la misiva a la familia para su lectura. Se trataba de una copia fiel, similar a la enviada por la mañana, asegurándose de esta forma de que las cartas llegaran sí o sí a destino.
A medida que pasaban los días, comencé a tomar confianza con la familia. Ellos debían continuar con su vida casi normal. Aunque parezca descabellado, el padre seguía trabajando y se encargaba de conseguir el dinero; la madre continuaba con sus actividades laborales desde el domicilio; y los hermanos de la víctima asistían al colegio, custodiados en forma encubierta por personal de nuestra División. Nadie en la escuela debía enterarse de lo que estaba sucediendo.
A los tres días de las primeras cartas, se recibe una nueva que fue entregada por el portero, despachada por Ocasa, a nombre de la madre. Mismo protocolo. En la misma, el secuestrador se explayaba en comentar sobre el estado anímico de Marcelo, refiriendo que se encontraba en excelentes condiciones, comía bien, miraba televisión y leía mucho, dando señales como prueba de vida de las cosas que a él le gustaban: que extrañaba a su familia, a su novia y al fútbol, ya que jugaba en las inferiores de Atlanta.
En esta misiva, el autor se explayaba con total soltura, tocando las fibras más íntimas. Se expresaba en forma poética, hablando de la importancia de la vida humana, la unión de la familia y que el dinero era solo material. Su narración era perfecta, lo cual nos dio la pauta de que el líder de la banda era una persona muy instruida, un profesional. Sabía lo que hacía, y debíamos movernos bajo esas pautas.
Ya habían pasado seis días sin tener novedades del chico. Los nervios, las dudas y los miedos estaban latentes. La familia pensaba lo peor y la casa seguía recibiendo a familiares y amigos todos los días, quienes también opinaban del caso. Lo peor era que sus hipótesis no eran nada alentadoras: siempre había mala onda.
Recuerdo que en una oportunidad, en una de esas visitas, la madre sufrió una crisis. Todos la socorrieron, ella lloraba desconsoladamente. Cuando finalmente se repuso, tomé el mando de la situación e invité enérgicamente a todos los presentes a que se retiraran urgentemente de la casa. Era obvio que nadie me iba a hacer caso, pero el padre, muy ofuscado, les dijo:
—Ya lo escucharon, se me mandan todos a mudar. Yo los llamo cuando aparezca Marcelo. No los quiero ver por acá.
Al día siguiente se reciben dos misivas más, como siempre: una a la mañana y otra a la tarde. En ellas, el autor, con su narrativa poética muy extensa, describía el estado de ánimo del joven, sus comidas preferidas, fechas importantes y finalizaba dando las indicaciones de lo que el padre debía hacer, refiriendo: cuando tengan todo el dinero, en un término máximo de cinco días, deberán publicar en el Rubro 59 del Diario Clarín, Avisos Clasificados Sexuales: “Soy Silvia, te estoy esperando”.
La familia ya tenía el dinero, se había hecho la publicación, solo quedaba esperar. Los grupos operativos estaban en apresto y yo, impaciente, esperando la carta. Sabíamos que el horario era antes del mediodía.
El momento llegó: la misiva fue entregada. Hice lo de siempre —guantes, apertura, folio— y la leímos entre todos. En breve redacción decía:
“Silvio, el chico está bien, no hagas nada raro, no queremos ver a la policía, si no lo matamos. Tenés que vestirte de blanco y colocar el dinero en un bolso negro. Traé tu pasaporte. A las 12.00 horas salís de tu domicilio y te vas caminando por Agüero hasta Santa Fe. Una vez que llegues, seguí hasta Cnel. Díaz: vas a encontrar un teléfono público, esperá el llamado. Te vamos a estar vigilando. Si todo sale bien, esta noche cenás con tu hijo.”
Estábamos contra reloj: eran las 11.20. El padre no tenía traje blanco y hacía frío: era invierno. Una de las brigadas fue hasta un bar y una panadería de la zona y consiguieron saco y pantalón. Silvio se vistió y esperamos la hora. Se me ordenó salir a pie y cubrir al pagador mientras otro vehículo me apoyaba.
Todos en la casa estábamos nerviosos. Llegó la hora. Salimos. Solo había que imaginárselo: el padre vestido de blanco en un día de invierno, caminando por Recoleta. Yo lo seguía desde atrás, en forma encubierta, atento a que nadie le arrebatara el bolso.
Una vez que llegamos al punto consignado, el pagador se detiene al lado del teléfono público color naranja y espera. En las proximidades, tanto en la calle como en la parada de colectivo, en el café de la esquina, estaban mis compañeros, camuflados y atentos. La cola para hablar se hacía cada vez más larga, pero en la Central Telefónica de Entel teníamos apostado al personal de Servicios Técnicos Especiales que, junto con la SIDE, habían intervenido el teléfono y pudieron interrumpir la línea para que la gente no pudiera hablar.
Después de veinte minutos se produce la llamada: se habilita el teléfono y el pagador atiende. Era la primera vez que escuchábamos la voz del secuestrador, quien le ordena:
—Tomá un taxi hasta el Aeropuerto de Ezeiza. Andá hasta vuelos internacionales, en el baño de hombres frente al kiosco de revistas, en el box del medio, atrás del inodoro hay un sobre para vos. Te estamos observando.
Corta la comunicación. El llamado se produjo desde un teléfono público cerca de la cancha de River. El pagador toma el taxi, los grupos se dispersan y se dirigen al aeropuerto para cubrir el lugar. El móvil de apoyo me levanta y seguimos de cerca al taxi.
Llegamos al aeropuerto. El pagador ingresa al baño y se encierra en el box. Mis compañeros lo cubren. Al salir, se dirige hacia la máquina de embalaje térmico de valijas. Mientras hacía la cola, se aproxima detrás de él una de mis compañeras de la brigada con una valija —vaya a saber de dónde la consiguió— quien se presenta y le pregunta qué pasó en el baño. Él le responde que debía embalar el bolso, tomar un taxi hasta una mensajería en San Miguel, Provincia de Buenos Aires, y dejarlo ahí a nombre de Carlos Martínez.
El pagador vuelve a tomar un taxi con destino a San Miguel. Nosotros lo seguíamos desde atrás. Llegamos hasta un local de mensajería donde deja el bolso embalado, toma nuevamente el taxi que lo esperaba y regresa a Recoleta.
Nos quedamos en las inmediaciones a la espera de que alguien retire el paquete. Un hombre de la brigada ingresa al local y se hace pasar por empleado para vigilar el bolso y ver quién lo retira. Dos horas más tarde, se presenta un fletero con su camioneta y retira el paquete. Lo seguimos en forma encubierta con móviles y motos para ver hasta dónde se dirigía. Con sorpresa, nos condujo hasta otro local de mensajería en la localidad de Martínez, Provincia de Buenos Aires, donde dejó el paquete. Posteriormente el fletero fue interceptado y detenido para ser interrogado, y refirió espontáneamente que fue contratado por un hombre mayor y muy educado, que le pagó por adelantado. Eso nos dio la pauta de que se trataba del jefe de la organización.
El hombre de la brigada ingresa nuevamente al local de la mensajería y vigila el bolso, haciéndose pasar por empleado que atendía al público. Entonces ingresa una persona con campera y gorra y pregunta por el paquete a nombre de Carlos Martínez, con intenciones de retirarlo. Presenta un documento con ese nombre y se lo entregan. El hombre de la brigada informa por radio que el paquete fue entregado, dando las características físicas de la persona. Todos atentos.
El portador del bolso ingresa a su vehículo, un Toyota Corolla color verde, e inicia la marcha. Comienza el seguimiento con vehículos y motos en forma encubierta, dirigiéndose hacia la localidad de Olivos. Cuando toma la Avda. del Libertador, en su intersección con Urquiza, a diez cuadras de la Quinta Presidencial, fue interceptado por dos móviles no identificables.
En su interior, el masculino quedó estático. Nos bajamos de los vehículos para sacarlo, pero había trabado las puertas: él solo nos miraba y no respondía. Tuvimos que romper un vidrio para destrabar el vehículo y sacarlo. Estaba armado con una pistola 9 mm. Eran aproximadamente las dieciocho horas: mucho tránsito, gente en las calles y un policía de la Provincia parado en la esquina. La escena fue impactante: ver bajar a ocho hombres fuertemente armados, romper el vidrio del auto, sacarlo e introducirlo en una camioneta Trafic.
Mientras salíamos del lugar dejamos el Toyota cruzado en la avenida. A unos doscientos metros, alguien dijo:
—¿Y la plata?
Volvimos nuevamente al vehículo. El lugar estaba lleno de curiosos, el policía miraba el interior y, cuando nos vio, se notó su desesperación. “Estoy perdido”, habrá pensado. Tuvimos que explicarle que éramos policías federales. Tomamos el bolso con el millón y medio de dólares que se encontraba en el asiento trasero, dejamos una consigna en el lugar para secuestrar el rodado y escapamos de la zona.
Con la anuencia del juez sometimos al secuestrador a un breve interrogatorio en el interior de la camioneta. En forma espontánea nos llevó hasta el lugar de cautiverio. Estábamos cerca de la casa donde tenían al chico: se trataba de un departamento PH en la zona de Olivos. Sabíamos que había dos masculinos mayores armados.
Ingresamos al pasillo, ubicamos el departamento. Esto no era como en las películas americanas, donde tenían toda la tecnología para espiar dentro de la vivienda. El oficial a cargo solo miró por la cerradura y vio a dos hombres tomando mate y mirando televisión. Nos hizo seña. A la cuenta de tres, uno de los suboficiales más corpulentos derribó la puerta. Los sorprendimos: no tuvieron tiempo de nada. Sobre la mesa había dos revólveres. Los redujimos.
En forma instantánea derribamos otra puerta que estaba con llave. En su interior se escuchaban los gritos desesperados del joven. Uno de mis compañeros se tiró sobre él para cubrirlo por si había alguna otra persona armada en su interior. Pudimos tranquilizarlo: estaba encadenado de ambas piernas a la cama. Mi alegría era incomparable, tanto para él como para mí: él por salir de su cautiverio, y yo por terminar con 27 días sin salir de su casa.
La operación había terminado: la víctima liberada y los secuestradores detenidos. Llegaron los jefes, con el juez y los padres del joven. Todos estábamos contentos de saborear un final feliz: el reencuentro de la familia y las lágrimas del joven con su madre.
Al día siguiente volvimos todos a la normalidad y yo a mi departamento de un ambiente y medio, con facturas pendientes bajo la puerta y mi heladera vacía. Eso sí: había engordado un par de kilos mientras estuve en mi cautiverio fashion de la Recoleta.