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por Hugo Robles Lama.

El arco de arena

 

 Dedicado a Francesca.

 

Ni siquiera el cambio radical que sufre Gregorio Samsa logra borrar por completo su humanidad. Kafka lo intuye. Por eso no lo hace salir de su encierro por necesidad ni por desesperación, sino por algo más sutil: el sonido del violín. Lo toca su hermana, Grete, en la sala. Y Gregorio, que ya no habla, que ya no trabaja, que ha dejado de ocupar su lugar en la familia y en el mundo, se arrastra hacia esa música como si lo llamara desde otro tiempo. Como si en ese instante pudiera recuperar algo perdido.

La escena dura apenas unos segundos, casi no tiene palabras, pero es el núcleo de La metamorfosis. Kafka la escribió en una noche de fiebre, en 1912, y la revisó incansablemente. Se dice que dudaba de todo, menos de ese momento. Porque ahí está todo: el arte como último refugio, la belleza como algo que no consuela, pero sí desnuda. Gregorio no comprende la música, pero la percibe. Y eso alcanza. “¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música? ”, pregunta Kafka. No hay respuesta. Esa interrogante queda flotando, como un acorde suspendido.

La música en Kafka no tiene el poder de redimir. No cura. Pero sí revela. Por eso Gregorio se acerca a ella.

En 1977, Caroline Leaf llevó esa historia al terreno de la animación. Su corto The Metamorphosis of Mr. Samsa dura seis minutos y está hecho con una técnica que parece salida de un sueño: arena sobre vidrio retroiluminado. Leaf mueve los granos con los dedos, directamente bajo la cámara. Lo que surge es una animación que no dibuja, sino que pulsa. Sombría, fluida, inquietante. Como si la imagen estuviera hecha de humo.

La elección de la arena no es decorativa. Es esencial. Porque la arena no permanece: se transforma. Y eso refleja con precisión el proceso de descomposición física y emocional que atraviesa Gregorio. Cada figura aparece y desaparece, como si estuviera hecha de tiempo. Como si la identidad misma fuera algo que se deshace.

En cuanto al sonido, Leaf elige usar balbuceos, ruidos, silencios, vibraciones. El chirrido de una puerta, el crujido de la madera, el zumbido de la casa. Todo contribuye a construir una atmósfera que no explica, pero sugiere. El sonido funciona como eco de lo que Gregorio ya no puede decir, como puente entre lo que siente y la resonancia de lo que lo rodea.

En una de las escenas más delicadas del corto, Gregorio escucha a Grete ensayar “Para Elisa” de Beethoven. Su padre lee el diario, su madre enhebra un ovillo de lana, un gato negro se desliza por la sala. El fuego crepita en la chimenea. Y al otro lado de la puerta, Gregorio percibe todo eso en el exilio de un mundo al que ya no pertenece, pero que aún lo interpela.

La técnica de Leaf invierte el reloj de arena. No mide el tiempo que se pierde, sino el que se transforma. Cada grano que ella mueve no cae: se convierte en imagen. Hay gravedad, un gesto de urgencia y tránsito. Una pentagrama de notas tramadas.

La música y la arena comparten el misterio del instante. La música vibra, se eleva y desaparece; la arena cae, se acumula y se disuelve. Ambas son lenguaje del tiempo: una lo canta, la otra lo mide. Es un arte efímero, como Gregorio, que se desvanece y muta mientras lo leemos.

La luz se cuela por una rendija, convierte la arena en sombra viva. La cámara, inmóvil, registra cada  fuga. El ritmo es lento. Un diapasón que no consigna horas, sino estados. Un mecanismo que exhala lo soterrado.

Leaf entendió que Kafka no necesitaba contornos precisos. Que la metamorfosis es una serie de deslizamientos. Y su técnica, como ese reloj de arena invertido, marca el pulso de lo que se hunde y lo que se eleva. El sonido otro, el que se arrastra, resiste y se presiente. 

 

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