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Arendt frente a la competencia entre Estados Unidos y China

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Por Macarena Sabio Mioni.

El poder y la violencia se oponen el uno al otro; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente. 

Hannah Arendt, Sobre la violencia.

Desde Hobbes hasta Weber, varios pensadores clásicos de la ciencia política han vinculado el poder con la capacidad de ejercer fuerza para imponer autoridad. Weber, por ejemplo, define el Estado como “la dominación de los hombres sobre los hombres fundada en los medios de violencia legítima”. Esta concepción ha permeado gran parte del pensamiento político moderno, donde el poder se confunde con la imposición.

Por su parte, la teoría realista de las Relaciones Internacionales se nutre del pensamiento político clásico y concibe el poder estatal como la facultad de imponer y controlar en el sistema internacional. Desde esta perspectiva, el poder se define por recursos materiales y mensurables —fuerzas armadas, producto bruto interno, armamento nuclear, entre otros— y se erige como un fin en sí mismo, constituyendo el fundamento de la seguridad en un entorno anárquico.

Hannah Arendt, en Sobre la violencia (1970), propone una ruptura conceptual con esta tradición. Para ella, “el poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente”. La violencia, según Arendt, no es una expresión del poder, sino su sustituto cuando este se debilita. El recurso a la fuerza revela una pérdida de legitimidad, no su consolidación. En su visión, el poder auténtico surge de la acción colectiva, del acuerdo entre individuos que actúan en conjunto, mientras que la violencia es siempre instrumental, limitada a fines inmediatos.

El análisis geopolítico de la competencia entre Estados Unidos y China suele abordarse desde teorías de relaciones internacionales centradas en recursos materiales y estratégicos. Sin embargo, los conceptos de Arendt sobre poder y violencia permiten problematizar la diferencia entre hegemonía legitimada y mera coerción tecnológica-militar, ofreciendo un ángulo crítico que ilumina la fragilidad de una dominación basada en la violencia instrumental.

Este marco teórico permite reinterpretar la competencia geopolítica actual entre Estados Unidos y China. Más que una pugna por recursos o territorios, esta rivalidad expresa una disputa por legitimidad, autoridad y capacidad de crear consensos a nivel internacional. La confrontación no se limita al plano económico o militar, sino que encarna modelos políticos divergentes que buscan definir las reglas del orden global. Es decir, la disputa es también de narrativas: ¿quién define las normas de la globalización del siglo XXI? ¿La gobernanza liberal occidental o una “modernidad china” centrada en soberanía y desarrollo sin condiciones políticas?

En los últimos años, la escalada de tensiones ha evidenciado la erosión relativa del liderazgo estadounidense frente al ascenso de China, que aún no logra consolidar plenamente su influencia. La proliferación de medidas coercitivas —como sanciones comerciales, aranceles desmedidos, bloqueos tecnológicos o despliegues militares— revela, desde la óptica arendtiana, una fragilidad estructural: ambas potencias recurren a mecanismos de presión para compensar déficits de legitimidad.

La disputa es multidimensional. En el plano económico, la guerra arancelaria entre ambos países refleja modelos distintos y una lucha por la supremacía comercial. En el ámbito tecnológico, sectores como la inteligencia artificial, el 5G, la computación cuántica y los semiconductores se han convertido en campos estratégicos, no solo por su valor industrial, sino por su implicancia en la seguridad nacional y el control social. En este contexto, las acciones de Estados Unidos —como la exclusión de empresas chinas de sus mercados o la presión sobre aliados para limitar la adopción de tecnología china— pueden interpretarse como manifestaciones de violencia instrumental, más que de poder legítimo.

Arendt advierte que “la violencia puede destruir el poder, pero es completamente incapaz de crearlo”. Esta afirmación cobra relevancia al observar cómo las potencias recurren a la fuerza —en sentido amplio— para sostener su posición. La coerción económica, la presión diplomática o las amenazas militares no generan consenso ni autoridad duradera. Por el contrario, revelan la ausencia de apoyo genuino y la incapacidad de construir un orden basado en la cooperación.

Estados Unidos conserva aún un poder estructural significativo, sustentado en instituciones internacionales, alianzas militares (OTAN, AUKUS, Japón, Corea del Sur) y en su influencia cultural y financiera. China, por su parte, busca ampliar su legitimidad mediante iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda (BRI), el fortalecimiento del bloque BRICS y la creación de instituciones paralelas como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB). Estas estrategias apuntan a construir poder a través de la concertación, aunque aún enfrentan resistencias y desafíos.

Sin embargo, cuando ambas potencias recurren a la intimidación —como en el caso de Taiwán o el mar del Sur de China—, se confirma la tesis arendtiana: el uso de la fuerza revela la debilidad del poder real. La hegemonía basada en la coerción es inestable; puede imponer resultados inmediatos, pero no funda un orden legítimo ni sostenible.

En este escenario, el orden internacional se debate entre dos lógicas: la del poder como acción colectiva y legitimada, y la de la violencia como instrumento de imposición. Las preguntas que se abren son profundas: ¿es posible recuperar una noción de poder basada en la pluralidad y el consenso en un sistema marcado por la confrontación? ¿Puede surgir una forma de acción política global que no dependa de la fuerza, sino de la legitimidad compartida?

Como advierte Arendt, “la violencia puede destruir poder, pero no puede crearlo”. En este sentido, el desenlace de la competencia entre Estados Unidos y China no dependerá de quién imponga más sanciones o despliegue más tropas, sino de quién logre convocar voluntades, construir legitimidad y sostener un orden mundial estable.

Lo que está en juego no es solo el equilibrio entre dos potencias, sino la posibilidad de fundar un orden internacional que reconozca la pluralidad como fuente de poder y no como amenaza.

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