Por Agustín Padilla.
La juventud es la edad de las preguntas, no de las respuestas.
Octavio Paz.
El problema no es que falten programas de formación. Es que abundan diagnósticos, manuales de liderazgo y talleres de motivación, pero seguimos enfrentando la misma pregunta sin respuesta: ¿quiénes serán los dirigentes capaces de imaginar un país distinto?
El programa Jóvenes Dirigentes, impulsado por Frente Jóven desde 2010, se plantea como una respuesta a ese vacío. Con presencia en nueve sedes del país y hasta en Ecuador, reúne a voluntarios y estudiantes en torno a un itinerario ambicioso, ocho clases con especialistas de primer nivel, tres seminarios, dos encuentros con dirigentes, más un foro anual en el Congreso de la Nación. La promesa es clara, formar líderes que comprendan la realidad y estén listos para transformarla.
La estructura del programa parece diseñada para abarcar todos los ángulos de la vida pública. El Módulo I, Liderazgo, indaga la crisis de la política, la historia de las ideas y los fundamentos filosóficos de la comunidad. El Módulo II, Filosofía y Política, cruza ética, identidad cultural, globalización y derechos humanos. El Módulo III, Economía y Políticas Públicas, se concentra en federalismo, macroeconomía y políticas públicas en clave latinoamericana.
Hasta aquí, todo parece impecable. Pero lo interesante comienza cuando pasamos del catálogo al análisis: ¿qué significa formar líderes en un contexto en el que la palabra dirigente suena más a sospecha que a horizonte?
Argentina arrastra una crisis de legitimidad que va más allá de nombres o partidos. La dirigencia política aparece, para la mayoría, como un juego cerrado, incapaz de ofrecer futuro. Y en ese vacío, emergen programas como Jóvenes Dirigentes que buscan devolverle densidad a una palabra vaciada.
Sin embargo, la pregunta incómoda persiste: ¿se puede enseñar liderazgo? ¿O el liderazgo surge solo en la fricción con lo real, en la experiencia concreta de habitar un conflicto? El riesgo de estos programas es convertirse en un laboratorio de discursos, jóvenes que aprenden a hablar como dirigentes, a simular una épica, pero que en el fondo no escapan a las mismas rutinas que dicen querer transformar.
La narrativa del programa insiste en que son los jóvenes quienes pueden construir una sociedad más digna. Esa apelación es poderosa, otorga a la juventud un papel casi redentor, como si el solo hecho de ser joven garantizara frescura, creatividad, renovación. Pero no hay que olvidar que la juventud, en política, es también un recurso, se convoca a los jóvenes no solo porque representen el futuro, sino porque aportan energía, militancia, voluntariado gratuito.
La pregunta que queda flotando es: ¿se convoca a los jóvenes para que piensen en libertad o para que reproduzcan, con entusiasmo, las mismas lógicas de poder?
Los seminarios del programa profundizan temas de interés público, economía, violencia, educación, comunicación. Los encuentros con dirigentes acercan testimonios de políticos, empresarios y referentes sociales. Incluso el Alumni Forum en el Congreso reúne a los mejores promedios de cada sede para debatir con figuras nacionales e internacionales.
La foto es perfecta, jóvenes escuchando a referentes, debatiendo sobre políticas públicas, entrenándose en la “alta política”. Pero aquí surge otro dilema: ¿cuánto de todo esto es realmente espacio de pensamiento crítico y cuánto es entrenamiento para entrar en un guion ya escrito? La diferencia entre formar y domesticar puede ser mínima, y sin embargo decisiva.
El programa habla de “comprender la realidad para transformarla”. Una fórmula tan bella como peligrosa. Porque comprender no es lo mismo que justificar, y transformar no es lo mismo que administrar. ¿Qué significa, por ejemplo, “transformar” la economía argentina desde un seminario? ¿Qué significa hablar de “ética en la política” en un país en el que la corrupción es casi un hábito institucionalizado?
La potencia del programa estaría en que los jóvenes se animen a incomodar, a preguntar lo que no conviene, a poner en crisis los discursos de quienes se presentan como referentes. De lo contrario, la formación se convierte en un espejo, reproducir lo que ya está, pero con caras más jóvenes.
La clave, entonces, no es tanto la cantidad de módulos o la calidad de los disertantes, sino la posibilidad de que este proceso educativo habilite una ruptura y no un simple relevo. ¿Queremos jóvenes que reemplacen a los viejos dirigentes repitiendo las mismas fórmulas, o jóvenes capaces de pensar desde otro lugar, incluso a costa de contradecir a sus maestros?
Ese es el desafío que el propio programa parece intuir, aunque no siempre pueda garantizarlo. Porque la formación en liderazgo no debería producir un nuevo establishment juvenil, sino una generación capaz de imaginar caminos distintos, aun sabiendo que esos caminos implican riesgo, incomodidad y conflicto.
En un tiempo donde la información circula como espectáculo y la política se confunde con marketing, pensar la formación de dirigentes es más urgente que nunca. Pero también más complejo. No alcanza con multiplicar seminarios ni con repetir las palabras “ética”, “liderazgo” o “identidad cultural”. Hace falta preguntarse, sin anestesia, ¿qué liderazgos necesitamos? ¿Qué significa hoy ser dirigente en un país que desconfía de toda autoridad?
El mérito de Jóvenes Dirigentes es poner el tema sobre la mesa. El desafío es que la mesa no esté servida de antemano. Que los jóvenes no sean solo aprendices de la política tal como la conocemos, sino inventores de otra manera de vivirla.
La historia argentina nos recuerda que las generaciones jóvenes han sido siempre protagonistas de quiebres, de insurrecciones, de imaginaciones radicales. La pregunta es si esa fuerza se canalizará hacia la repetición o hacia la creación.
Entre la formación y la repetición, entre el discurso y la práctica, ahí se juega la verdadera apuesta. No se trata de fabricar dirigentes en serie, sino de habilitar la posibilidad de que una generación se atreva a pensar distinto, aunque incomode.
Ese es el espíritu que sostiene este proyecto, y también el esfuerzo colectivo que lo hace posible. Nada de esto existiría sin el trabajo constante de quienes lo sostienen día a día: Agustina Zingale, Francisco Villavicencio, Alejandro Acosta, Adrián Sorane, Luis Décima, y yo mismo, Agustín Alberto Padilla.
Porque formar dirigentes no es solo cuestión de módulos y seminarios: es, sobre todo, una tarea compartida.