Por Juan Schmitt.
El fascismo estetiza la política.
Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
Mussolini: Hijo del Siglo, la serie dirigida por Joe Wright y estrenada en MUBI, reconstruye el ascenso del fascismo italiano a partir de la novela de Antonio Scurati. Ocho episodios narran el trayecto de Benito Mussolini desde su militancia socialista hasta el asesinato de Giacomo Matteotti, en 1924, y el célebre discurso con el que asumió la responsabilidad política del crimen, abriendo el camino hacia la dictadura. La historia es conocida. Lo decisivo aquí no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta.
Joe Wright no es un director cualquiera. Su filmografía incluye adaptaciones prestigiosas como Expiación o Anna Karenina, donde se movía en un registro clásico, con un cuidado estético elegante y una narrativa contenida. En Mussolini: Hijo del Siglo, en cambio, rompe con esa tradición: cámara nerviosa, montaje fragmentado, escenas que parecen coreografiadas para un videoclip más que para un drama histórico. La música electrónica de Tom Rowlands (Chemical Brothers) sustituye las orquestas solemnes por beats hipnóticos que tiñen la serie de una contemporaneidad inquietante. El resultado es un espectáculo visual y sonoro que no busca reconstruir el pasado con distancia académica, sino lanzarlo de lleno a la sensibilidad del presente.
La elección no es ingenua. El fascismo, desde sus inicios, entendió que el poder se construye como espectáculo: desfiles, símbolos, gestos, retórica. Walter Benjamin advirtió que el fascismo no suprime el arte, sino que estetiza la política. La serie parece recoger esa idea y devolverla en espejo: mostrar la política fascista a través de una puesta en escena espectacular. Pero ahí surge la primera tensión: ¿es posible denunciar el espectáculo reproduciéndolo?
Uno de los recursos más potentes —y más peligrosos— de la serie es la ruptura de la cuarta pared. Mussolini nos mira a los ojos, nos habla, nos confiesa. No es un personaje distante que observamos desde afuera: es alguien que nos interpela directamente. Esa mirada genera incomodidad, pero también complicidad. Como espectadores, quedamos atrapados en el mismo dispositivo que Mussolini desplegó en las plazas italianas: la ilusión de que se dirige a cada uno de nosotros.
Luca Marinelli, uno de los actores más intensos del cine italiano actual, encarna a Mussolini con un magnetismo perturbador. Su trayectoria ya lo había mostrado capaz de habitar personajes extremos (Martin Eden, Lo chiamavano Jeeg Robot). Aquí, su actuación se convierte en el corazón de la serie. Marinelli compone un Mussolini brutal, cínico, manipulador, pero también frágil, casi entrañable en algunos momentos. Ese contraste potencia la sensación de ambigüedad: el monstruo se vuelve humano, y por lo tanto más inquietante.
El problema es que el lenguaje audiovisual tiende a seducir. La música, el montaje, los planos cerrados, la intensidad actoral: todo eso acerca a Mussolini al espectador. No lo vemos como una figura lejana de manual escolar, sino como alguien tangible, con dudas, con pasiones, con un carisma que atraviesa la pantalla. Y allí radica el riesgo político de la serie: lo que debería ser advertencia puede convertirse en fascinación.
La crítica internacional lo señaló con claridad. En Infobae se destacó la potencia visual de la propuesta, pero también se advirtió que el exceso de estilo podía embellecer lo que debía mostrarse en su crudeza. En Página/12 se remarcó la incomodidad de un retrato que a veces parece justificar al Duce en nombre de sus circunstancias. En Micropsia Cine se elogió la factura técnica, pero se cuestionó la tendencia a estetizar lo monstruoso. La polémica es inevitable: ¿cómo narrar al dictador sin correr el riesgo de suavizarlo?
El cine no es ajeno a este dilema. Leni Riefenstahl, en El triunfo de la voluntad (1935), produjo la obra maestra de la propaganda nazi: un film de una belleza formal indiscutible, puesto al servicio del horror. Pasolini, en Saló (1975), optó por lo contrario: mostrar el fascismo en toda su obscenidad, sin un solo resquicio para la fascinación. Wright se mueve en un territorio intermedio, que recuerda a series contemporáneas como The Crown o House of Cards, donde el poder se estetiza hasta volverse fascinante. Pero aquí el protagonista no es un monarca británico ni un político ficticio: es Mussolini, un dictador real que arrastró a Europa a la catástrofe.
Guy Debord escribió que en la sociedad del espectáculo, lo real se sustituye por su representación. Eso es exactamente lo que ocurre en Mussolini: Hijo del Siglo: lo que fue catástrofe histórica reaparece como producto cultural consumible, envuelto en estética posmoderna. En lugar de distancia crítica, tenemos cercanía visual. En lugar de desmontar el dispositivo fascista, el espectáculo lo reactualiza en clave de streaming.
Hannah Arendt habló de la banalidad del mal para describir la frialdad burocrática de Eichmann. Aquí el problema es otro: la fascinación del mal. Cuando la cámara insiste en la intensidad del dictador, cuando la música lo envuelve en ritmo, cuando el guion lo coloca en el centro absoluto, el espectador no solo entiende cómo funcionaba el fascismo: lo siente. Y sentirlo como si fuera un thriller político más es inquietante, porque acerca demasiado el dispositivo que debería repeler.
En tiempos donde los autoritarismos resurgen bajo nuevas máscaras, esta serie se convierte en espejo. Nos obliga a preguntarnos qué hacemos con estas narrativas: ¿las consumimos como entretenimiento o las leemos como advertencia? ¿Nos fascina el carisma del monstruo, o aprendemos a desconfiar de su encanto?
El cine nunca es inocente. Cada encuadre, cada luz, cada plano es una elección política. Joe Wright consigue un espectáculo vibrante, pero nos deja ante un dilema: ¿estamos viendo la caída de la democracia en la Italia de los años veinte, o estamos consumiendo el carisma de un dictador como si fuera un producto de streaming más?
La respuesta no está en la pantalla, sino en nuestra mirada. Si aceptamos el espectáculo sin distancia, repetimos la operación que Mussolini inauguró hace un siglo. Si lo miramos críticamente, podemos entender que el fascismo no es sólo pasado, sino posibilidad latente. Y que su seducción no debe embellecernos nunca más.