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Remake

Por Hugo Robles Lama.

Prefacio

Enrique San Miguel es el primer Drácula del cine argentino en El fantasma de la opereta de 1955.

La sinopsis de la película es inquietante: “Un humorista y bailarín sin trabajo imagina que asiste junto a su esposa y sus amigos a un teatro lleno de figuras sacadas de relatos clásicos de terror.“

Trasciende la anécdota del film, puede aplicarse a la actualidad, donde otro monstruo de la farándula gobierna esta pantomima macabra.

El relato que leerán a continuación evoca la matriz de otros vampiros y de un vaquero digital.

Dedicado a Rodrigo Lara Serrano

 

La libreta azul manuscrita, revelaba los gestos taquigráficos de toda

resaca. La tinta trazaba listas y párrafos inestables, retocados.

La pulpa de cada hoja era el catálogo complementario de ceniza,

aceite y taninos…huellas impresas que tarjaban las horas de búsqueda

y ajustes constantes. Todo borrador permite lo que ninguna vida.

Era un bar tristón, mínimo, de baldosas blancas y de mala sombra.

El americano estaba sentado en la periferia del haz de luz de la

gastada bombilla eléctrica. Ocupaba siempre la misma mesa lateral,

era su palco privado. Ahí nadie ocupaba la mesa de otro. Todas

tenían la firma que censa la rutina. Una rúbrica muda. Era una de

las condiciones de un lugar como éste: no preguntar, no señalar,

postergar todo signo propio. De día la calle estaba polvorienta, pero

por la noche el rocío asentaba el polvo y al extranjero le gustaba

sentarse a escuchar, porque aunque era ajeno a esa lengua y todos

sus matices, la noche y la quietud, la decantaban en una borra de

lejanías. Su música lo apañaba en presentimientos. Sordo a sus

sentidos exactos, permitía que él notara su resonancia.

A pocos metros, el camarero joven describía al cocinero viejo la

“obra y sus actos”.

La función de todos los días, siempre con el mismo reparto, salvo

algún actor secundario, con vestuario de turista, que interrumpía

ordenando con señas, en la carta, una paella y el vino de la casa.

Hoy, casi como siempre, la representación partía a la hora y con sus

actores principales:

Mortadelo y Filemón –dos obreros de una construcción cercana,

recién llegados– ya estaban provistos de su jamón, pan y tinto.

En la costumbre de la rutina que conocía, el americano permanecía

inmóvil mirando la etiqueta de su botella de vino, mintiéndose

que descifraba la firma del estanciero fabricante, dejando que una

mancha de tinta proveniente de su estilográfica diera en crecer y

esparcirse en el papel de la libreta como una duda.

–¿Otra?

Miró hacia arriba. La cara del mozo, una luna joven y entusiasta que

se engañaba fingiéndose entusiasta, creyendo que algún día podría terminar de

emerger de aquel pozo de tiempo estancado, esperaba la respuesta.

Notó que sus labios acaban de cerrarse. Asintió con la cabeza. Al

retirar la botella vacía, el otro reparó en su estilográfica y le señaló

que se había manchado los dedos. Los mismos dedos entintados

con que el americano formó de inmediato el cañón de un revólver

imaginario y apuntó hacia la puerta de entrada. Sin que nada lo

anunciase, un anciano de traje se cruzó ante la mira imaginaria.

–¡Ya llegó el conde Paco, apura las butifarras y el lomo crudo! –gritó

el mozo, exaltado, hacia la cocina.

–¿Estas seguro que es él? –devolvió la seña el cocinero.

–¿Quién? –se sumó el americano.

–El mismísimo conde Drácula español, Carlos Villarías, el actor

protagonista de la primera versión sonora de 1931.

El cocinero sacó la cabeza de su habitación de calores húmedos y

cortó el diálogo, imperativo:

–¡Hala, Chaval! Menos lengua, llévale la otra botella de vino al

Señor América antes que se le salga un tiro y mate a nuestro Bela

Lugosi, y luego vete a atenderlo.

Mientras, el actor ya estaba sentado en una mesa anexa a la de los

obreros. Éstos, habían decidido armarse unos sandwiches con el pan

de la casa y una fetas de jamón que les habían servido en el entretanto.

Mortadelo, al que le faltaban dos dedos de una mano, rebanaba con

cierto descuido, con la otra, el pan con un cuchillo. Pan que, al parecer

no muy fresco, resistía. Filemón advirtió el peligro, alarmado, pero

Mortadelo, tozudo, se empeñaba más y más. El anciano comenzó a

observar con interés el afán ansioso de su vecino. Mortadelo perdía

la paciencia, frenético, ante la pieza de pan. De pronto, rápido y

tontamente, como ocurren los accidentes, el filo logró su cometido

partiendo al medio al mendrugo peleador y decidió seguir más allá,

colándose por entre las falanges ausentes rumbo a uno de los dedos

que se aferraban a las ahora dos parte del pan. El grito de Mortadelo

surgió corto, gutural. Todos miraron hacia el lugar, imantados. Sólo

el anciano, con una agilidad sorprendente, pareció querer ayudar:

alcanzó de un salto la mano del obrero y llevó hacia su boca la base

de lo que había sido un dedo, ahora cercenado. Sangre, sangre por

todas partes. Aquello parecía una fuente, la había hasta en la nueva

copa de tinto del pistolero digital. El mozo joven, encolerizado, fue

el siguiente en abalanzarse sobre el grupo, para sacar del local, entre

gritos y empujones, a los obreros y al anciano.

–Debiste acompañarlo al hospital.

La opinión del cocinero lacónico, que había abandonado su puesto

y deambulaba entre las manchas de sangre, un mapa caminero que

llevaba a todas partes, incluso a la mesa del americano, no era un

reproche. No hubo discusión: los tres repararon, en ese momento,

que las páginas abiertas de la libreta azul tenían ahora también unos

lunares púrpura. El americano empujó la punta de su estilográfica

hacia ella. Luego la tomó. Podía escribir. No lo hizo. Entonces

encontró los ojos del cocinero, que con una mueca de su boca,

replicaba una sonrisa al decirle:

–Escriba “Hemingway”. No creo que nadie haya escrito ese nombre

con sangre en España.

Se sintió algo imbécil al considerar la sugerencia. No supo qué

contestar. Dijo lo único que se le vino a la mente:

–Debería haberle disparado.

 

 

 

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