Por Rodrigo Fernando Soriano.
En la actualidad, no hay fenómeno más fascinante que ver cómo una cantante pop logra domesticar a la bestia invisible que organiza nuestro tiempo y deseo: el algoritmo. Taylor Swift no solo llena estadios, llena el aire mismo de significados que las redes de información amplifican sin resistencia. Mientras la mayoría de nosotros cree ser guiado por lo que el algoritmo decide mostrarnos, ella lo ha invertido: convierte a la máquina en eco de su propia voz, en coro forzado a repetir su canción.
Hace un mes, era noticia el compromiso de Taylor Swift con su pareja Travis Kelce. Sin pedirlo, todos conocemos esa noticia. Pasa que la artista logró dominar el mundo -como aseguran las swifties- porque utiliza a los algortimos a su placer.
Domar al algoritmo no es engañarlo; es enseñarle un rito. Taylor Swift, más que una artista pop, es la hacedora de un culto contemporáneo donde cada easter egg, cada relectura de su propia obra, cada guiño cronometrado produce la coreografía perfecta entre deseo humano y máquina estadística. Ahí donde muchos ven “suerte” o “marketing”, yo veo filosofía aplicada a la atención: lenguaje, tiempo y comunidad trabajando como tres poleas que mueven el pesado engranaje de la visibilidad.
Los que no la conocen quizá atinen a pensar que utiliza grandes equipo de marketing, y su lógica parte de la idea de persona como producto. Nada más alejado de ello: Su receta es la sencillez. Vemos como sigue componiendo con los procedimientos tradicionales: Guitarra o piano, un papel y un lápiz. Su lírica, lo más potente en el talento de Swift, se centra en su vida personal, y con ello logra gran identificación con su público: Lo sencillo, lo cotidiano es lo que atrae.
Su vida no gira en torno a ser atrevida, sexy o cool; simplemente es imaginativa, inteligente y trabajadora (muy trabajadora). Y esas cualidades no son necesariamente las que se valoran hoy en la cultura pop. Es que así, bajo el ropaje de lo cotidiano, rompe la lógica del algoritmo. Viraliza porque lo “normal” se vuelve especial.
Y es aquí donde logra dominar el lenguaje. Con su lírica no sólo logra mover sentimientos que nos llevan a cantar o bailar; sino que entre sus fans es muy importante debatir sus ideas y sus sentimientos. Esto llevo a lograr una gran empatía y complicidad en sus canciones, hasta lograr que sus parezcan estar escritas para una fan en especial: Sólo una swiftie y ella entienden el código. Ahí es donde Taylor logra la primera gran disrupción. Logra un lenguaje propio.
En una entrevista con Jimmy Fallon, Swift contó que quería motivar a sus fans a leer sus letras porque las considera -con razón- lo mejor de su talento. Utilizó hasta acrónimos en sus álbums para que sus fans decodificaran un mensaje oculto. Con esto hizo que no tan solo canten, bailen, se emocionen, tengan un lenguaje propio, sino que se convierta en un juego.
Wittgenstein —ese que nos recuerda que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo— ayuda a entender el primer concepto. Nombrar es gobernar. “Taylor’s Version” no es solo una etiqueta legal o sentimental: es una poderosa operación semántica. Fija anclas, reescribe metadatos mentales y digitales, altera la cartografía con la que los sistemas recomiendan, indexan y jerarquizan. Cuando millones repiten esa fórmula, el algoritmo ya no “descubre” algo: obedece a una gramática. El lenguaje, entonces, no solo describe el éxito: lo fabrica.
El segundo concepto es temporal. La máquina no entiende de belleza, pero sí de ritmos. Swift diseña una liturgia de lanzamientos, anticipos, pistas y reversiones que convierte la espera en energía acumulada. Esa administración del tiempo —con su cadencia de campanas— instala una respiración común que el sistema premia porque la conversación se vuelve persistente. Aquí aparece la vieja intuición de la política: el poder no es un acto, es una administración del calendario. La artista no corre detrás de la ola; la crea, la sostiene y la corta cuando conviene.
El tercer concepto es comunitario. La eficacia de una recomendación algorítmica crece cuando la comunidad no solo consume, sino interpreta y multiplica. Swift convierte a su audiencia en hermeneutas y productores: fans que explican, subtitulan, comparan, detectan claves, hacen duets, regraban, parodian. En términos de filosofía de la técnica, estamos ante un fármaco (Stiegler): remedio y veneno. Remedio, porque esa coautoría democratiza la narrativa y fortalece lazos; veneno, porque la vida corre el riesgo de volverse únicamente materia prima para la optimización de métricas. Domar el algoritmo exige, por eso, un límite ético: no todo lo que puede amplificarse debe amplificarse.
La pregunta que nos importa —más allá del pop— es si cualquiera puede “forzar” a la máquina a cantar su canción. Mi respuesta es sí, con una salvedad: la doma no sucede donde no hay caballo. Me explico: no se trata de producir más contenido, sino de sintetizar una experiencia significante que induzca a otros a continuarla. El algoritmo es un acelerador, no un origen. La ilusión peligrosa es confundir autenticidad con optimización: creer que la verdad de una obra depende del rendimiento de su dashboard. Ahí la técnica deja de ser instrumento para volverse doctrina, y quedamos presos del espejismo de la visibilidad.
Todo esto, claro, corre sobre una tensión mayor: ¿quién domestica a quién? El riesgo de la “psicopolítica” (Byung- Chul Han) es la autoexplotación de la exposición: convertir cada gesto en contenido y cada silencio en déficit de rendimiento. Por eso la doma exige una regla de oro: la obra precede al algoritmo. Primero la canción, luego la campaña; primero el ensayo, después el thread. La técnica es buena si cura y mala si manda. Swift tiene una gran obra, quizá sólo vista desde The Beatles.
Su mayor lección no es el récord ni el estadio; es la soberanía sobre su propio relato. Recuperar el máster, renombrarlo, ritualizar su lanzamiento y convertir a la audiencia en comunidad interpretativa es, en el fondo, una tesis de libertad en tiempos de máquinas: el sujeto no desaparece en los datos, se vuelve autor de la gramática que los datos repiten.
Domar el algoritmo a tu favor, entonces, no es una trampa ni un truco. Es una ética de la forma. Un modo de decir que ampliamos el mundo cuando ampliamos el lenguaje; y que la tecnología, lejos de achicarlo, puede expandirlo si la obligamos a hablar nuestro idioma. La máquina no escribe la canción. La canta si la hiciste inevitable. Y ese, en tiempos de pantallas, es quizá el gesto más profundamente humano que nos queda.
Muy bueno tu artículo Rodrigo. Logras correrte de la anécdota para pensar la maquinaria cultural que habitamos. Taylor Swift aparece menos como ídola y más como intérprete de nuestro tiempo: convierte el algoritmo en eco de su propia voz. El texto nos obliga a preguntarnos si también nosotros podemos domesticar esa bestia invisible, o si solo celebramos a quien aprendió a hacerlo. Ahí está lo más valioso: recordar que la tecnología no tiene la última palabra, que el lenguaje y la comunidad aún pueden torcer el guion que los algoritmos nos imponen. Usar la nueva herramienta como medio y no como resultado en sí.
Gracias Fabricio!! Muy valioso tu aporte!!
Este artículo es una de las tantas pruebas de que Taylor Swift no es solo un fenómeno de la cultura pop del que somos fans miles de mujeres, sino que detrás de su obra hay trabajo meticuloso, estratégico y muy inteligente de parte suya y su equipo para posicionarse donde está hoy. De hecho hay una canción suya que lo explica y se titula Mastermind.
De hecho hay una canción de Taylor que lo explica
Muy buena la nota!
Gracias Nico por coincidir en todo lo que escribí