Por Nicolás Anfuzo.
La tesis que propongo sostiene que el problema de Argentina no es, en esencia, económico, sino político. No se trata solamente de números, inflación o déficit fiscal, sino de la forma de gobierno que adoptamos. La república, en tanto modelo, ha sido presentada como una estructura universalmente válida, pero en realidad es solo una de las alternativas posibles. Los países, a lo largo de la historia, han elegido entre república o confederación no por capricho, sino evaluando cuál se ajustaba mejor a sus condiciones territoriales, culturales y sociales.
La experiencia muestra un patrón claro: en países pequeños o medianos en extensión, la república suele funcionar con eficiencia, porque las distancias son manejables y la cohesión territorial es mayor. En cambio, en países de grandes dimensiones, donde la geografía introduce enormes diversidades y desequilibrios, el modelo confederal resulta más adecuado, ya que permite autonomía a cada región y evita que todo dependa de un único centro de poder.
Bajo esta perspectiva, Argentina, con sus 2.780.400 kilómetros cuadrados, debió haber optado por una Confederación Democrática. La inmensidad de su territorio y la heterogeneidad de sus culturas no podían ser gobernadas eficazmente desde un único punto. En un esquema confederal, cada estado o provincia habría gozado de soberanía en lo local y habría delegado en un órgano común solo aquellas competencias indispensables: la defensa, las relaciones exteriores, el comercio interestatal. Un diseño institucional así habría evitado el centralismo que hoy padecemos, donde la Ciudad de Buenos Aires concentra la riqueza, las decisiones y las oportunidades.
Para entender por qué llegamos a este punto, es necesario volver a los orígenes. Desde la Revolución de Mayo de 1810, el país se debatió entre dos visiones irreconciliables: la unitaria, que pretendía un poder central fuerte con sede en Buenos Aires, y la federal, que buscaba reconocer la soberanía de las provincias. No se trataba solo de un conflicto ideológico: detrás de esas posiciones había realidades geográficas y culturales que hacían inevitable la tensión. La victoria de los unitarios en el siglo XIX, cristalizada en la Constitución de 1853 y en sus reformas posteriores, impuso una estructura formalmente federal pero que en la práctica derivó en un centralismo disfrazado.
Buenos Aires se convirtió en el imán que absorbía recursos y talentos, sofocando las posibilidades de desarrollo autónomo en las provincias. Pensemos en un camino alternativo: una Confederación Democrática Argentina inspirada en la Confederación Helvética o en los Estados Unidos antes de 1787. Imaginemos un país donde Córdoba diseñara sus propias políticas fiscales basadas en su perfil industrial y agropecuario; donde Mendoza, sin depender de transferencias nacionales, invirtiera de manera directa en irrigación y exportaciones de vino y fruta; donde la Patagonia retuviera las riquezas de su petróleo y su turismo para construir infraestructura local y evitar el éxodo de sus jóvenes hacia la capital. Esa Argentina no sería fragmentada ni débil: sería complementaria, articulada por tratados confederales que garantizarían la unidad comercial y diplomática, al tiempo que permitirían a cada región potenciar sus fortalezas.
La comparación internacional refuerza esta hipótesis. Chile y Uruguay, países de dimensiones moderadas, han prosperado bajo modelos republicanos centralizados. Sus territorios relativamente compactos permiten una administración uniforme y una identidad nacional más homogénea. En Chile, la centralización en Santiago ha sido viable porque las distancias son cortas y la irradiación de reformas económicas se da con relativa rapidez. En Uruguay, la homogeneidad cultural y territorial facilita la estabilidad institucional.
En cambio, países enormes como Rusia o Brasil han debido flexibilizar sus modelos. Rusia, con sus más de 17 millones de km², reconoce autonomía a repúblicas étnicas y regiones periféricas, porque un centralismo puro sería inviable en Siberia o en el Cáucaso. Brasil, desde 1889, adoptó un federalismo explícito que otorga competencias sustanciales a sus 26 estados. Así, San Pablo ha podido liderar la industria y Amazonas ha preservado su selva sin imposiciones uniformes de Brasilia. Incluso Estados Unidos, considerado la cuna de la república moderna, nació como confederación débil bajo los Artículos de 1777. El fracaso de ese modelo llevó a la Constitución de 1787, pero aun así el país mantiene un federalismo robusto: basta observar cómo California impone sus propias políticas ambientales o cómo Texas maneja de manera independiente su energía.
En Argentina, el centralismo no solo produjo ineficiencia económica: generó patologías políticas profundas. El llamado “federalismo de papel” de la Constitución concentra alrededor del 40% de la coparticipación en Buenos Aires y el Conurbano, mientras las provincias mendigan fondos. Esto ha alimentado clientelismo, corrupción y ciclos de crisis que siempre nacen en la capital y se extienden al resto del país: hiperinflaciones, defaults, populismos de turno. La confederación, en cambio, habría generado incentivos para la responsabilidad fiscal, obligando a cada estado a recaudar y gastar en función de sus recursos y prioridades.
También está la dimensión cultural. Argentina es un mosaico de identidades: el gaucho pampeano, el quebracho chaqueño, el obrero cordobés, el pingüino patagónico. Todos reclaman reconocimiento y autonomía. El centralismo porteño, con su sesgo europeizante, invisibilizó estas voces y generó resentimientos que estallaron en el Cordobazo de 1969 o en la crisis del 2001.
La pregunta es si hoy, en pleno siglo XXI, este cambio es posible. La respuesta es que no solo es posible: es necesario. La globalización y la tecnología nos ofrecen herramientas que podrían sostener una confederación moderna: plataformas blockchain para transacciones transparentes, inteligencia artificial para coordinar políticas públicas, consejos virtuales donde representantes provinciales decidan en tiempo real sobre cuestiones comunes. Drones y satélites podrían resguardar fronteras sin necesidad de un aparato militar hipertrofiado.
El ejemplo de la Unión Europea demuestra que las confederaciones supranacionales son viables. Estados soberanos ceden competencias puntuales, pero retienen control sobre sus destinos. Argentina podría ensayar una versión nacional de ese esquema: un federalismo confederativo que disuelva el centralismo fiscal y fortalezca consejos regionales.
Adoptar una Confederación Democrática no sería un retroceso romántico al siglo XIX, sino un salto político hacia la madurez. Liberaría las energías creativas de cada región, rompería con la mediocridad impuesta por el centralismo y permitiría que el país funcione como una verdadera unión de prosperidades locales.
El desafío, sin embargo, no está en la idea. Está en la voluntad de desmantelar privilegios enquistados en el poder central. ¿Estamos listos para esa revolución silenciosa? La historia, una vez más, nos interpela.

Muy interesante el planteo. A lo mejor una solución que no requiera una reforma constitucional sería modificar la ley de coparticipación federal, estableciendo criterios devolutivos, que desinsentiven la política pragmática y mitiguen los efectos de la “enfermedad holandesa” que padecen economías subdesarrolladas como la de Tucumán