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La ilusión del cambio

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Por José Mariano. 

Nos consolamos con la idea de que algo cambia; en realidad, sólo cambian los decorados.
Émile Cioran – Del inconveniente de haber nacido.

 

Vivimos en un país donde todo parece empezar de nuevo cada pocos años, nuevos discursos, nuevos nombres, nuevas promesas. Sin embargo, debajo del relato, son las mismas estructuras de poder las que permanecen. Cambian los rostros, pero no los rituales. Cambian los colores, pero no la mano que baraja. El cambio se ha vuelto un espectáculo de reemplazos circulares.

La ilusión del cambio es, en realidad, una forma de continuidad. Una pieza más en el engranaje de la cultura del poder, esa red invisible que atraviesa instituciones, medios, empresas, universidades y hasta las conversaciones cotidianas. No se trata sólo de corrupción o de malas decisiones, el poder, como atmósfera, se aloja en los gestos, en los hábitos, en los lenguajes. Es una forma de organización de la vida, una pedagogía de la obediencia que se disfraza de oportunidad.

Cada elección, cada crisis, cada escándalo exalta el mismo discurso, que algo está por transformarse. El sistema necesita esas promesas para mantener su aparente movimiento. Su estrategia más eficaz es la auto-renovación simbólica, generar la sensación de cambio para que nada esencial cambie. La novedad como distracción. La esperanza como mecanismo de control.

Ese dispositivo de esperanza encuentra en las elecciones su escenografía perfecta. Las sociedades modernas se vacunan contra sus propias revoluciones, inyectan pequeñas dosis de ilusión para evitar el contagio del cambio real. Nos enseñan a esperar, no a transformar. Así, el poder administra los estados de ánimo colectivos. Y cuando la desilusión amenaza con romper la burbuja, el sistema fabrica una nueva promesa, un nuevo rostro, un nuevo relato.

Las elecciones legislativas representan el punto más alto de esa ilusión democrática. No el del cambio, sino el de su performance. Se eligen representantes, pero no destinos. Se vota para “equilibrar” lo que nunca estuvo en balance, para “renovar” lo que en realidad no envejece, porque forma parte del mismo engranaje. Este año, como cada vez que el país se mira en el espejo electoral, volvemos a confundir la rotación con el movimiento.

El sistema necesita este ritual. Cada voto deposita algo más que una convicción, deposita una cuota de fe en la continuidad. En el fondo, las legislativas son el recordatorio de que todo sigue funcionando, incluso cuando nada funciona. La maquinaria del poder respira tranquila mientras los ciudadanos discuten sobre los nombres de quienes ocuparán las sillas, no sobre el significado de la sala.

No se trata de negar el valor del voto, sino de entender su arquitectura simbólica, un mecanismo que simula renovación pero consolida el mismo escenario. Cada discurso de renovación reafirma la vigencia del lenguaje que impide imaginar otra cosa. Los partidos no compiten por el poder, lo administran colectivamente, como quien se turna para mantener encendida la misma lámpara.

El poder no teme perder las elecciones; teme que alguien empiece a pensar qué significan.

El cambio no sólo se promete, sino que se hace desear. La política aprendió hace tiempo que no gobierna sobre la razón, sino sobre el anhelo. La maquinaria mediática no busca convencer, sino mantener viva la expectativa. Cada mensaje electoral es un pequeño ritual de esperanza que se repite hasta volverse costumbre. La sociedad se convierte en un sistema inmunológico emocional, necesita dosis periódicas de entusiasmo para no enfermarse de lucidez.

Los medios alimentan esa fe. Construyen relatos donde los antagonismos dan sentido a una historia que en realidad no avanza. Un país dividido es un país que sigue mirando lo que pasa mientras no puede hacer nada para cambiarlo. La confrontación garantiza audiencia; el desencanto, silencio. Por eso, cuando la gente deja de creer, el sistema no se reforma, simplemente produce nuevas ilusiones. Nada resulta más práctico para el poder que un ciudadano que ya no espera nada.

Pero todo poder necesita una dosis de resistencia para sostenerse. Sin fricción, implosiona. La confrontación —real o inventada— es la savia que mantiene viva su legitimidad. Por eso el sistema multiplica antagonismos, necesita un adversario para simular conflicto, una grieta para evitar el vacío. Cuando la política confunde la disputa de ideas con la guerra de identidades, el poder deja de ser cuestionado y se convierte en su propio eco. La resistencia domesticada se vuelve parte del mecanismo.

Vivimos en una época donde la política se comporta como una industria del deseo. Los candidatos ya no disputan proyectos, sino emociones, miedo, nostalgia, indignación. El lenguaje del poder aprendió a camuflarse en los tonos de la empatía. Promete “escuchar”, “acompañar”, “reconstruir”, pero en realidad sólo recalibra el relato para no perder la atención del público. El poder, como el espectáculo, se mide en índices de permanencia.

La ilusión del cambio cumple entonces una función psicológica, mantiene a la sociedad dentro del marco del relato. Pensar fuera de él equivaldría a despertar. Y nadie despierta sin pagar el precio del desconcierto.

El sistema no sobrevive por la fuerza; sobrevive porque la gente prefiere creer que sigue siendo libre.

Frente a la ficción del cambio, pensar es interrumpir. La interrupción no es pasividad, es el acto de sacar al sistema de su automatismo, de romper la gramática que lo hace previsible. En una época que confunde movimiento con transformación, detenerse a pensar es una forma de insumisión.

El poder se alimenta de continuidad. Necesita que la historia parezca inevitable, que la política parezca el único lenguaje posible. Pero la emancipación no consiste en conquistar el poder, sino en desarmar la ilusión que lo sostiene.

 

Bienvenidos a la Edición 31. 

Esto es Fuga.

7 COMENTARIOS

  1. José!!!está re bueno el art. Soy tu fan num 1. Palabras tan acertadas! Justas Sos increíble como lo ves todo y lo interpretas tan bien. FELICITACIONES

  2. Totalmente de Acuerdo Jose, perfectamente enunciado, clarisimos los conceptos, y tristemente asi suceden los tiempos, procesos evolutivos , un dia dejaremos de ciclar…. hay que trabajar en las semillas,y plantar valores , no puede haber niños con hambre, ancianos maltratados, guerras, carreras armamentistas, es una verguenza enorme para toda la humanidas…. pero todavia dividen y reinan…..

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