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Las Embestidas de una Batalla equívoca

Publicado el

por Daniel Posse.

La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer; en ese interregno surgen los monstruos.

Antonio Gramsci.

 

La llamada batalla cultural se ha vuelto el nombre de una guerra que no se libra en los campos, sino en las palabras, en los símbolos, en la manera en que una sociedad imagina su destino. Es un conflicto por la hegemonía ideológica, el dominio de los valores, las creencias y las formas de interpretar la realidad. No es un simple debate entre posturas políticas; es una disputa por la definición misma de lo real, por el poder de imponer una visión del mundo como si fuera natural, inevitable, universalmente aceptada.

Pensadores como Steven Forti o la Nouvelle Droite de Alain de Benoist —con ecos contemporáneos en la figura de Steve Bannon— la entienden como una estrategia esencial para la conquista del poder político. La ironía es que quienes hoy invocan la “batalla cultural” como cruzada libertaria, repiten sin saberlo el concepto gramsciano de hegemonía, una noción forjada desde el marxismo, pero que ha sido reconfigurada por el populismo de derecha como instrumento de combate ideológico. En nombre de la libertad, se busca colonizar la imaginación colectiva.

En la Argentina de Javier Milei, esa batalla se ha convertido en el corazón del discurso oficial. El presidente la presenta como condición necesaria para sostener las reformas estructurales y “erradicar” al kirchnerismo, bajo la idea de que los logros económicos no bastan si no se produce un cambio en el “software social”. El enemigo ya no es solo político o económico, es moral, simbólico, espiritual. Se trata de “desprogramar” a una sociedad que, según la narrativa libertaria, ha sido adoctrinada durante décadas.

De allí que los adversarios sean tan amplios como difusos, la universidad pública, el CONICET, los artistas, los científicos, los organismos de derechos humanos, todos convertidos en piezas de un sistema que habría que desmontar. La disputa abarca los derechos conquistados —la interrupción voluntaria del embarazo, la identidad de género, las políticas de memoria—, la educación, la cultura y los medios. El negacionismo histórico, el desprecio por la producción intelectual y la sospecha sobre el pensamiento crítico se entrelazan en un mismo gesto, el de construir una moral del antagonismo, donde toda diferencia se convierte en traición.

La política argentina se asemeja así a un Superclásico perpetuo, una guerra de pasiones donde los bandos ya no discuten proyectos, sino pertenencias emocionales. El país vive en un clima de estadio, el grito se impone sobre el argumento, la épica del enfrentamiento sustituye a la deliberación. Lo que se debate no es el rumbo, sino quién tiene derecho a hablar. Y en ese escenario saturado de consignas, la “batalla cultural” se vuelve un instrumento de poder, un modo de mantener encendida la polarización, de transformar el malestar económico en fervor ideológico.

Sin embargo, toda batalla simbólica necesita sostenerse en una realidad que no la desmienta. La crisis económica —la inflación que muerde, el salario que se disuelve, el desencanto que crece— introduce su propia guerra, la guerra de lo inmediato. Y cuando la urgencia entra en escena, la retórica se desinfla. El capital simbólico se evapora cuando el dinero no alcanza. La mística libertaria, que se alimentó del enojo y la promesa de ruptura, comienza a diluirse ante el cansancio.

El estilo personal de Milei —esa agresividad performática que mezcla erudición de manual y furia catártica— produce al mismo tiempo adhesión y repulsión. Atrae al núcleo duro, pero fatiga al resto. La confrontación constante genera el espejismo de la acción, aunque en el fondo solo repite la lógica del enemigo que pretende destruir. El poder, que debía venir a desmantelar la “casta”, termina reproduciendo sus gestos, los pactos, las alianzas, la búsqueda de legitimidad en los mismos nombres que antes demonizaba. Lo que comenzó como cruzada moral se vuelve pragmatismo desnudo.

Mientras tanto, el gobierno continúa librando batallas paralelas, contra el lenguaje inclusivo, contra la perspectiva de género, contra los consensos científicos o los artistas “subsidiados”. Pero esas guerras laterales empiezan a parecer distracciones frente al hambre, al desempleo, al deterioro de los servicios públicos. El pueblo, que en un primer momento celebró la retórica del ajuste como una forma de orden, empieza a percibir que el sacrificio se pide siempre a los mismos.

El resultado es una sociedad agotada por la confrontación. Una sociedad que ya no cree en la pureza de ningún relato, ni en la inocencia de ninguna promesa. El enemigo cambia de rostro, pero la trama se repite, moralizar el conflicto, dividir, señalar culpables. Cada gobierno promete refundar la historia, y cada historia termina devorando a su propio relato.

Tal vez ese sea el equívoco esencial de esta batalla, creer que el poder puede reconstruirse destruyendo el lenguaje del otro. La hegemonía no se impone por decreto ni por grito; se construye en el reconocimiento de una verdad compartida, en la posibilidad de imaginar un futuro común. Cuando todo se vuelve combate, la política deja de ser una herramienta de transformación y se convierte en una maquinaria de desgaste.

Y sin embargo, incluso en medio del desencanto, sobrevive la necesidad de creer. Porque en el fondo toda política es también una mística, una fe que se reinventa. En su intento por sepultar los mitos populares, el discurso libertario termina resucitándolos. La promesa de cambio absoluto se parece demasiado a la vieja esperanza que pretendía destruir. Hay algo de peronismo invertido en esta gesta libertaria, la idea de un líder salvador, la construcción de un pueblo imaginario, la épica del sacrificio. El poder se disfraza de rebelión, y la rebelión, de poder.

Quizás por eso la batalla cultural es menos una guerra de ideas que una lucha por el sentido de la esperanza. Al final, el país sigue buscando un relato que le permita creer que no todo está perdido. La ironía es que los mismos que declaran querer romper con el pasado terminan siendo sus herederos. Y entonces, como si la historia argentina repitiera su propio destino, lo que se quiso combatir vuelve disfrazado de salvación. Porque, tal vez, la política argentina no puede vivir sin su mito, ni el mito sobrevivir sin su batalla.

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