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Dinosaurio

Por Hugo Robles Lama.

                                                                                          Dedicado a Michael Crichton.

 

La geología de la desaparición

“La habitación, ese santuario clandestino donde Winston y Julia se permitían existir sin el ojo omnipresente del Partido, estaba envuelta en una penumbra tibia. Al mover una baldosa suelta bajo la ventana, Winston encontró un objeto insólito: un libro pequeño, de tapas desgastadas, sin título en el lomo. Lo abrió con manos temblorosas. Las páginas contenían microcuentos, firmados por un nombre que no figuraba en ningún registro oficial: Augusto Monterroso. Eran textos breves, casi susurros, que decían más en una línea que los discursos del Gran Hermano en una hora. Uno partía con: “Al despertar, …” Winston lo leyó en voz baja, sin terminarlo, como si pronunciara una fórmula prohibida. Julia lo miraba, sin entender del todo, pero sintiendo que algo en ese libro desafiaba la lógica del Ministerio de la Verdad. Era literatura sin propósito, sin propaganda, sin vigilancia. Era peligro. Era libertad.”

“El país de los fósiles vivientes”
Redición de microcuentos inéditos de Augusto Monterroso

Por Beatriz Pentimenti 

Cuando los relojes dan las trece horas, no es sólo que el tiempo se ha torcido: es que la realidad ha sido intervenida. En 1984 de Orwell, esa anomalía horaria inaugura un mundo donde la lógica se ha rendido ante el poder. En ese universo, la vigilancia no necesita ojos, porque ya ha colonizado el lenguaje. Y en ese mismo registro, aunque con otra música, Charly García canta: “Los amigos del barrio pueden desaparecer”. No es una advertencia: es un parte meteorológico del espíritu. Porque lo que desaparece no es sólo la gente. Desaparecen los vínculos, las ideas, los afectos. Desaparece la posibilidad de confiar.

Este libro, que reúne microcuentos inéditos de Augusto Monterroso, fue gestado en Santiago de Chile, donde el autor vivió algunos años. Allí, entre la cordillera y la niebla, Monterroso afiló su mirada. No para describir lo visible, sino para detectar lo que se oculta en los pliegues del lenguaje. Su estadía chilena no fue exilio ni residencia: fue laboratorio. Y estos textos son el resultado de ese experimento: breves, incisivos, incómodos.

En ellos, el desmantelamiento de las relaciones aparece como paisaje. No hay épica, no hay redención. Hay gestos que no significan, palabras que no comunican, afectos que se evaporan. Como en la canción de García, los dinosaurios no son criaturas extintas: son presencias que acechan. No en los museos, sino en los discursos. No en los huesos, sino en los gestos que repiten el pasado. Ese magro pasado.

Monterroso no escribe para contar historias. Escribe para señalar fracturas. Cada cuento es una grieta en la superficie del sentido. Y en esa fisura, el lector encuentra algo más que literatura: encuentra una forma de leer el presente. Porque si los relojes dan las trece horas, si los amigos desaparecen, si los vínculos se desarman, entonces leer es resistir. Y resistir, en este país de fósiles vivientes, es observar con atención lo que aún permanece. Lo mínimo puede contener el mapa completo. 

No deja de extrañar que, en una osadía legal sin precedentes, el prologo de esta cuidada edición de Editorial Horma, comience con el párrafo “inventado”, tributario de un capítulo de 1984. Y la extrañeza, al fin y al cabo, es subversiva, replicante. 

Los microcuentos que componen este volumen —inéditos, afilados, breves como una epifanía o como un corte de luz— no narran historias: las desentierran. Monterroso, con su bisturí verbal, no construye mundos sino que los revela. Y lo que revela es inquietante: una democracia convertida en teatro de sombras, una política que canta en lugar de pensar, una cultura que saquea símbolos como quien vacía una caja fuerte.

Hay una escena que se repite en estos textos: la del gesto que reemplaza al argumento, la del ruido que suplanta al sentido. En el lanzamiento de “La construcción del milagro” Milei canta “Demoliendo Hoteles” como quien incendia un archivo. Charly García, en cambio, aparece como médium: no interpreta, exhuma. Su voz no es música, es arqueología. Y en ese contrapunto, los cuentos de Monterroso encuentran su tono: el de la profecía que no necesita estridencia.

Este libro no es una colección de ficciones, sino un palimpsesto. En él conviven el titanosaurio y el Nerón libertario, la canción y el fósil, el archivo y la ceniza. Cada cuento es una pista, una huella, una escena del crimen. Como diría Piglia, todo relato político es también un relato policial. Y estos cuentos, aunque breves, tienen lectores. Y mientras haya lectores, hay resistencia.

No se trata de leer para entender. Se trata de leer para recordar. Porque lo que desaparece no es solo la gente: desaparecen las ideas, los vínculos, la memoria. Y en ese fuego, Monterroso escribe con ceniza.

Del Suéter y las Nubes

El destino, se sabe, es destierro, encierro o entierro. Escogió el primero.

En el Santiago de Chile de 1954, pobre y exiliado, Augusto Monterroso rechazó el «improductivo»oficio de escritor. Le horrorizaba escribir por dinero.

Siguió el consejo de traducir.

Seis días de tormento contra Ellery Queen, y su cuento de mafiosos y de béisbol fueron el sepulcro de un diccionario inútil. La traducción era una agonía, la tortura de un enemigo implacable.

El lunes, sin importarle más su virginidad, devolvió la revista en editorial Zig-Zag a la secretaria con que flirteaba. Lloró de humillación junto al río Mapocho.

A las doce, acomodó el cuello de su suéter y volvió a la vida. Cuatro copas de vino le recompusieron la idea de que “todo estaba bien, de lo más bien”. “Navegado” pudo seguir envidiando a las nubes.

El caudal turbio de ese mundo desaparece, al otro lado de la cordillera, décadas después, los grandes y antiguos ejemplares son extraídos de la tierra argenta. Charly con su bigote Ying-Yang pondera:

“Imaginen a los dinosaurios en la cama”.

Y aunque “los amigos del barrio pueden desaparecer y los dinosaurios van a desaparecer”, para el lector de Monterroso, el terror y la maravilla de lo ineludible se condensan en una última y extraña certeza:

“Al despertar, el dinosaurio aún estaba ahí”.

 

                                                                                                                   

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