Por Julián Lértora.
A veces basta con alejarse un poco para comprender que lo que dolía no era el lugar, sino la esperanza.
Emmanuel Carrère.
El otoño en París tiene una luz que parece pensada para la melancolía. Hay tardes en que el aire huele a pan recién horneado y a pasado. Camino por la rue de Rennes, entre librerías y cafés, y miro los diarios en los kioscos. En la tapa de Le Monde aparece una foto del presidente argentino y un titular que habla de renovación política en el sur. El pie de foto reduce la historia a una estadística, inflación en baja, dólar estable, elecciones legislativas. Leo esas palabras con la misma incredulidad con que uno escucha un rumor sobre alguien que amó hace mucho, porque en esa descripción técnica no está el país, está apenas su sombra.
Me fui en el 2001, cuando los bancos cerraban y las cacerolas eran una música de furia. Tenía treinta y tres años, un contrato que se evaporó con la crisis y un cansancio que ya no podía disimular. La noche del vuelo fue un desarraigo en cámara lenta. Afuera la ciudad ardía, adentro los pasajeros hablaban en voz baja, como si el silencio fuera una forma de no quebrarse. Pensé que el exilio era una decisión, con los años entendí que era un reflejo.
Desde entonces vivo en París y trabajo como periodista. Escribo sobre Europa del Este, sobre guerras olvidadas, sobre pueblos que buscan reconstruirse. Pero cada vez que me piden una opinión sobre la Argentina siento el mismo nudo en el pecho. El país del que me fui no terminó de irse conmigo. Aparece en los titulares, en las charlas de café, en las coberturas donde los corresponsales traducen su crisis al lenguaje global de los mercados. Para ellos el país es una gráfica, una curva descendente de inflación, una curva ascendente de popularidad. Pero la economía argentina no se entiende con números sino con metáforas. Lo que allá se llama recuperación es apenas un respiro, lo que se anuncia como nueva etapa es casi siempre el prólogo de la próxima caída.
En los medios europeos se habla de reformas estructurales y credibilidad institucional. Son palabras limpias, higiénicas, diseñadas para no decir nada. En esa sintaxis del orden, la Argentina aparece como una anomalía, un país que se rebela contra la gramática de la estabilidad. Lo curioso es que esa rebeldía, que antes era pasión, ahora se parece al agotamiento. El votante argentino ya no cree del todo, pero tampoco puede dejar de creer. Vota por inercia, con la esperanza cansada, como quien cumple un rito más por costumbre que por fe.
En Buenos Aires la televisión se llena de encuestas, promesas y panelistas que discuten con fervor estadístico. En París esas imágenes llegan con segundos de retraso, como si el tiempo también se hubiera exiliado. Las miro en mi computadora mientras suena el tráfico y pienso en la distancia como un espejo deformado. Lo que allá se vive como esperanza acá se percibe como guion. Todo parece ensayado, las frases, los abrazos, las lágrimas. Pero esa teatralidad no es impostura, es supervivencia. En un país donde el poder promete refundar la historia, la política se volvió una forma de ficción.
Recuerdo que en 2001 las calles estaban llenas de cuerpos y de gritos. La crisis era visible, tenía olor, tenía temperatura. Ahora la crisis es más sutil, más técnica, casi silenciosa. Se manifiesta en la apatía, en los gestos contenidos, en la sonrisa irónica con que los argentinos pronuncian la palabra futuro. Lo más inquietante no es la pobreza sino la normalización del derrumbe. El país aprendió a vivir en el abismo sin mirar hacia abajo.
Desde acá las comparaciones son inevitables. En Francia las protestas estallan por una reforma previsional o por el precio del combustible, pero el sistema permanece. En Argentina el sistema entero se tambalea con cada cambio de gobierno, como si el país se reinventara a sí mismo cada cuatro años. Esa inestabilidad permanente, que para los analistas es un síntoma de debilidad, tiene también algo de vitalidad. Es el país que no se resigna, pero tampoco se cura.
Mis colegas franceses me preguntan si no exagero cuando hablo de fatiga moral. Les explico que no se trata del cansancio del cuerpo sino del alma cívica. Los argentinos saben más de política que muchos europeos, pero ya no confían en ella. La participación se mantiene, pero la convicción se erosiona. Lo que queda es el reflejo, la necesidad de seguir creyendo aunque no haya razones. Porque dejar de creer sería aceptar el vacío.
Cada elección es un acto de supervivencia simbólica. No se vota solo a un candidato, se vota contra el olvido. Mientras tanto los medios fabrican la narrativa de la esperanza, esa maquinaria de fe que mantiene a flote el relato del cambio. En París los noticieros lo presentan con la cortesía de la distancia, en Buenos Aires con la ansiedad del espectáculo. La política se volvió entretenimiento, la economía relato épico, la miseria dato de color.
A veces mientras escribo mis crónicas pienso que tal vez la Argentina fue una maestra temprana en la cultura global del simulacro. Aprendió antes que nadie que el poder no consiste en gobernar sino en convencer, que la política no se gana con resultados sino con relatos. Y sin embargo, entre los escombros, todavía late una obstinación. Algo que no se deja domesticar, una fe sin dogma que sigue buscando una razón para creer.
París a veces me resulta insoportablemente ordenada. Todo funciona, todo tiene horario, todo obedece a un plan. En Buenos Aires, en cambio, el caos es una forma de identidad. Quizás por eso, después de tantos años, todavía sueño con sus calles. No con volver, sino con entender. Entender qué nos condena a repetirnos, qué placer secreto hay en tropezar siempre en el mismo lugar.
Cada vez que leo los resultados electorales siento una punzada, una mezcla de melancolía y reconocimiento. La historia continúa sin mí, pero no sin mi voz. No hay distancia que cure al país, solo otra perspectiva desde la cual verlo sangrar con más claridad. Quizás eso sea lo que nos une a los que nos fuimos, esa sensación de que el país nos sigue dentro como un idioma imposible de olvidar, como un sueño que no termina de despertarse, como una verdad que todavía no aprendimos a decir.
