Por Enrico Colombres.
Si los cerdos pudieran votar, el hombre con el balde de comida siempre sería elegido, no importa cuántos de ellos haya sacrificado antes.
Orson Scott Card, El juego de Ender.
Cada voto es una línea divisoria entre el país que podría ser y el que ya no soporta ser más. Mientras resurgen propuestas de juicio político contra el poder y se agotan las excusas, el ciudadano argentino se enfrenta a su deber más incómodo: dejar de quejarse y empezar a decidir.
Argentina se aproxima a las elecciones de octubre con una mezcla de resignación, esperanza y hartazgo. El ciudadano medio asiste a este nuevo proceso democrático con la sensación de haberlo visto todo, de haber votado mil veces para que nada cambie, y de haber sido espectador de una clase política que ha convertido el Estado en un botín personal. Las campañas se llenan de promesas recicladas, de culpas hacia gestiones anteriores, de consignas huecas, de sonrisas impostadas y de un marketing que pretende disfrazar la realidad de espectáculo. Pero detrás de esa puesta en escena, el país continúa desangrándose entre la inflación, la desigualdad, la pérdida de soberanía y la corrupción que se multiplica en cada rincón del poder.
En los últimos artículos les he hablado del compromiso civil, de la importancia del voto como herramienta de cambio, de la necesidad de romper con la pasividad ciudadana y de la urgencia de una renovación real de la dirigencia, pero ciudadana. No se trata solo de cambiar nombres, sino de modificar estructuras, de exigir que quienes aspiren a gobernar estén capacitados, comprometidos y, sobre todo, sean honestos. Porque sin honestidad no hay política viable, hay negocio. Sin compromiso no hay república, hay un simulacro cruel. Y sin participación activa del pueblo, no hay democracia, hay servidumbre.
El voto no es un acto burocrático, es un gesto de poder. Es la posibilidad concreta que tiene cada ciudadano de poner límites a los abusos, de condicionar el rumbo del país y de definir el tipo de sociedad en la que quiere vivir. Sin embargo, esa conciencia política parece anestesiada. Nos acostumbramos a votar con bronca, con miedo a lo anterior o por descarte. Esa indiferencia es el terreno fértil donde prospera el oportunismo y donde el poder se perpetúa bajo nuevas máscaras. Por eso, estas elecciones no deberían ser un trámite más, sino un punto de inflexión. Un momento para preguntarnos si vamos a seguir entregando el país a los mismos que lo arrastraron al borde del abismo o si, de una vez por todas, vamos a tomar el control de nuestro destino.
En este contexto, una iniciativa presentada recientemente por el abogado constitucionalista Dr. Eduardo Barcesat, apoyada públicamente por el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, ha reabierto un debate profundo: la posibilidad de aplicar el juicio político al presidente y a varios de sus funcionarios, en virtud de los escándalos de corrupción y las irregularidades que se acumulan sobre la gestión. Barcesat, conocido por su trayectoria y por haber firmado ocho pedidos de juicio político en distintos momentos de la historia reciente, plantea que esta herramienta no solo es legítima, sino necesaria para restaurar la confianza institucional.
Muchos ciudadanos escuchan la expresión “juicio político” y la asocian con algo lejano, complejo o impracticable. Sin embargo, el juicio político está previsto en nuestra Constitución desde su origen, redactada bajo la inspiración de Juan Bautista Alberdi, aquel tucumano brillante que soñó una nación fundada en la libertad, la responsabilidad y la división de poderes. En la Constitución Nacional, el juicio político aparece como el mecanismo republicano por excelencia para controlar el abuso de poder. Es la forma mediante la cual el Congreso puede remover al presidente, al vicepresidente, a los ministros y a los miembros de la Corte Suprema si se los encuentra culpables de mal desempeño, delitos en el ejercicio de sus funciones o crímenes comunes.
En términos sencillos, el juicio político no es un acto judicial solamente, sino político-constitucional. La Cámara de Diputados tiene la potestad de acusar, y el Senado la de juzgar. Es un procedimiento previsto precisamente para los momentos en que el orden institucional corre peligro por la conducta de quienes deberían protegerlo. No es un golpe, no es una revancha, no es una locura: es una herramienta de la democracia, pensada por Alberdi y los constituyentes de 1853/60 para que nadie esté por encima de la ley. Y si se ha olvidado o no se ha puesto en práctica, es porque durante décadas se ha enseñado a los argentinos a obedecer más que a exigir, a esperar milagros en lugar de ejercer derechos.
Barcesat no propone nada que no esté ya escrito en nuestra carta magna. Lo que plantea es la recuperación del espíritu constitucional, ese que fue vaciado por la manipulación y la impunidad. Los escándalos recientes —contratos irregulares, negociados con fondos públicos, favoritismos en licitaciones, coimas, criptoestafas, tráfico de influencias— no pueden pasar inadvertidos. El presidente no es el único pasible de esta medida; varios de sus funcionarios están bajo la lupa por hechos que, de probarse, representarían violaciones graves al deber de función pública. En cualquier república madura, estos hechos bastarían para abrir una investigación seria. En la nuestra, la indignación dura lo que una tendencia en redes sociales.
La propuesta de Barcesat no busca desestabilizar, sino restablecer el equilibrio constitucional. Pero su sola mención incomoda. Porque si se aplicara con rigor, sería el principio del fin de una clase política que ha hecho de la impunidad su escudo y del cinismo su bandera. Sería el comienzo de una nueva etapa en la que rendir cuentas no sea una excepción, sino una regla. Y justamente por eso, los mismos que deberían ser investigados harán todo lo posible por impedir que esto avance. Ellos saben que si cae uno, puede caer el sistema entero que los protege.
Aquí aparece nuevamente el ciudadano, no como espectador, sino como protagonista. Nada cambiará mientras el pueblo no lo exija. La Constitución no se defiende sola. Las instituciones no se regeneran por inercia. Hace falta presión social, compromiso colectivo, conciencia cívica. No basta con indignarse en las redes o quejarse en los cafés: hay que participar, fiscalizar, involucrarse, votar con criterio y sin miedo. El voto no debe ser un acto reflejo ni un castigo improvisado, sino una decisión consciente que marque el rumbo hacia una Argentina distinta.
Esta elección puede ser la oportunidad de iniciar un proceso de depuración moral en la política. Pero si volvemos a elegir con resignación, si seguimos apostando a los mismos que nos defraudaron una y otra vez, entonces la decadencia será responsabilidad compartida. No habrá salvadores ni culpables únicos. Solo un país entero que se acostumbró a su propio fracaso.
Lo que está en juego no es solo un gobierno, sino el alma de la República. Recuperar la ética pública implica reconstruir la confianza, desterrar la corrupción sistemática y derribar el pacto silencioso entre el poder y la impunidad. Y eso solo ocurrirá si el pueblo decide que ya fue suficiente, si cada argentino comprende que el cambio no empieza en la Casa Rosada, sino en el voto y en el compromiso de cada uno de los ciudadanos.
Las elecciones de octubre no son un trámite democrático más: son, quizás, una de las últimas oportunidades para decidir si queremos seguir siendo gobernados por los mismos que arruinaron al país o si estamos dispuestos a dar el salto hacia algo nuevo —en lo posible y con las opciones que existen—, pero exigiendo. Nadie puede hacerse el distraído. No hay neutralidad posible cuando la patria se desmorona.
El futuro no se construye con excusas ni con promesas vacías. Se construye con decisión, con coraje y con responsabilidad. Y si la ciudadanía vuelve a mirar hacia otro lado, si elige no involucrarse, si prefiere callar o abstenerse, entonces los corruptos habrán ganado una vez más. Porque el silencio también vota, y casi siempre vota por los corruptos. No seamos como los cerdos, queridos compatriotas: elijamos bien, de una vez por todas.

Una columna que no se queda en la denuncia fácil. Enrico pone el dedo donde duele, en la costumbre de indignarnos sin hacer nada. Leerlo es recordar que votar no es un trámite, ni una descarga moral, sino una forma concreta de poder. Hay una claridad que atraviesa todo el texto, la corrupción se sostiene porque el ciudadano se resigna. Y romper esa resignación, más que un deber, es un gesto de dignidad.
Que no tengamos que recurrir a la violencia, que la DEMOCRACIA se imponga ante los bajos instintos de quienes pretenden ponernos en genuflexion, la DEMOCRACIA , es ni más ni menos que el gobierno del pueblo, que solo gobierna por medio de Sus Representantes, no «capangas» «SeñoresFeudales » ni «Emperadores»