Por Nadima Pecci.
Cuando las reglas de la representación se vuelven una forma de permanencia.
De nuevo, todo el mundo empezó a hablar del sistema electoral de Tucumán.
El acople, el enganche, la colectora: vuelven a estar en boca de todos.
Este sistema, anclado en nuestra Constitución provincial como un mecanismo de permanencia en el poder de la clase dirigente del momento —y que también sirvió a quienes la sucedieron—, ha sido un elemento indispensable para evitar la alternancia en Tucumán.
¿Y qué es exactamente?
El artículo 43, inciso 12, de nuestra Constitución provincial establece que los partidos, frentes o alianzas electorales podrán formular acuerdos para apoyar a un único candidato a gobernador y vice o a intendente. Allí se define técnicamente lo que popularmente se conoce como acople: una colectora que permite que partidos diferentes se enganchen o se cuelguen de un candidato a gobernador, a quien por ese enganche deben su lugar o su posición de poder.
El efecto que se busca —y que se obtiene— es evidente: mientras más partidos se acoplen, más chances tiene el candidato a intendente o a gobernador de salir electo. Son más las personas que traccionan para un único cargo.
Esa situación genera como consecuencia que los partidos hayan dejado de tener legitimidad y representatividad para transformarse en meros sellos que se enganchan a una fórmula fuerte.
Los partidos pasaron a tener nombre y apellido, y a deberle a ese candidato —a gobernador o intendente— la lealtad, confundiendo así el sistema representativo.
El efecto que sigue es la distorsión de la representatividad parlamentaria. No solo se pierden numerosos votos —sirva como dato de color que, en la última elección en capital, aproximadamente el 30% de los electores que efectivamente votaron por un candidato a legislador no obtuvieron representación parlamentaria—, sino que además se generan mayorías artificiales.
Por ejemplo, un candidato a gobernador que lleva acoplados, como en la última elección, más de sesenta partidos, obtiene como fórmula ejecutiva el 50% de los votos, pero el 75% de las bancas. Se quiebra así el equilibrio de poderes al afectar la representatividad, produciendo que los legisladores no representen a quienes los votaron, sino al candidato que los llevó acoplados.
El sistema republicano se ve severamente afectado, desdibujándose la división de poderes.
Al no existir —o ser ficticia— la división de poderes, se pierde el sistema de contrapesos y, con ello, el control que debe existir entre los tres poderes del Estado. Como consecuencia, se deteriora el manejo del dinero público y la eficiencia del Estado en la prestación de los servicios más básicos.
Claramente no se le pueden atribuir todos los problemas de la provincia ni las fallas institucionales al sistema de acople, pero, como se dijo al principio, ha sido una herramienta ideal para perpetuarlas.
En el libro El acople tucumano. Ingeniería electoral de la vieja política, publicado recientemente por la Fundación Federalismo y Libertad y la Universidad San Pablo-T, se realiza un exhaustivo análisis de esta situación. Allí se contemplan además otros factores que llevaron a la provincia a su situación actual, y se formulan varias propuestas para modificar el sistema y generar confianza en los mecanismos de representación.
No en vano todo el mundo está hablando de la necesidad de disminuir o modificar un sistema que ha puesto a Tucumán en las primeras planas de los medios nacionales por lo caótico, desprolijo y poco transparente.
Hoy parece haber consenso sobre la necesidad de modificarlo, y creo que este artículo —como también el libro y tantas otras opiniones que, a lo largo de casi veinte años de vigencia del sistema, se han ido desarrollando— puede ser un aporte para que entre todos logremos darle a Tucumán un sistema que legitime verdaderamente a sus representantes.
