Por Pablo Neme.
Donde la ley se vuelve ambigua, el poder encuentra su refugio.
En la Argentina, las leyes no se cumplen ni se derogan, simplemente se administran. Se transforman en atmósferas, en zonas de ambigüedad donde la norma está vigente pero su aplicación es opcional, donde el derecho existe pero su fuerza depende del momento, del actor, de la oportunidad.
A ese territorio movedizo lo llamo el tercer estado de la norma, la condición en la que una ley ni se cumple ni se abroga, sino que permanece suspendida en una suerte de limbo operativo que le permite al poder actuar sin violar formalmente el orden jurídico. Es un espacio intermedio entre el texto y la práctica, donde la incertidumbre se vuelve un recurso político.
La ambigüedad como forma de gobierno
En teoría, las instituciones existen para generar previsibilidad. En la práctica, sin embargo, en muchos países de América Latina —y especialmente en Argentina— la ambigüedad institucional ha dejado de ser una falla para convertirse en un método.
El tercer estado no surge por incapacidad, sino por conveniencia. No es una disfunción del sistema, sino una estrategia deliberada. Permite al Estado mantener una norma en los libros, cumplir con compromisos internacionales, sostener su fachada de legalidad, y al mismo tiempo relajar su aplicación para evitar costos políticos o sociales. Es el arte de sostener la apariencia del orden mientras se gobierna desde la excepción.
Las leyes no se incumplen porque sean imposibles, sino porque es útil que su cumplimiento sea incierto. La discrecionalidad se vuelve un instrumento de control, al no saber cuándo ni a quién se aplicará la norma, todos se comportan como si pudiera aplicárseles. Es un disciplinamiento sin coerción sistemática, una vigilancia que opera a través del miedo difuso y de la imprevisibilidad.
La legalidad como espejismo
El Decreto 353/2025 ilustra con precisión este fenómeno. Presentado como una herramienta de simplificación administrativa para incentivar la inversión y el consumo, mantiene formalmente las normas que obligan a justificar el origen de los fondos y a los funcionarios a reportar irregularidades fiscales. Pero, al mismo tiempo, introduce por vía reglamentaria una flexibilización implícita: la promesa de que esas exigencias no se aplicarán con rigor, al menos mientras el objetivo económico sea “dinamizar” la economía.
El resultado es un esquema de convivencia contradictoria: el Estado proclama el respeto a la legalidad mientras suspende su aplicación efectiva. El mensaje es doble, a los organismos internacionales se les ofrece formalidad jurídica; a los actores económicos, indulgencia práctica.
En ese equilibrio —entre la letra y la conveniencia— aparece la verdadera función del tercer estado de la norma, permitir al poder navegar las tensiones sin asumir costos políticos. La ambigüedad jurídica se convierte así en el lubricante que hace posible un sistema donde la ley es menos un límite que una herramienta.
El poder de lo incierto
En este contexto, la previsibilidad jurídica deja de ser una garantía para convertirse en una amenaza.
La norma, que debería brindar seguridad, se transforma en un mecanismo de control flexible.
El empresario, el funcionario, el ciudadano: todos viven bajo la sombra de la potencial aplicación de la ley. Nadie sabe cuándo se activará ni con qué criterio, y esa incertidumbre genera una forma de obediencia silenciosa.
El Estado no necesita sancionar sistemáticamente, basta con conservar el poder de decidir cuándo hacerlo. Es el equivalente político del “shock eléctrico intermitente”: la irregularidad del castigo es más eficaz que el castigo constante.
De ese modo, la debilidad institucional no es simple incompetencia: es una tecnología del poder.
Permite castigar sin gobernar, gobernar sin sancionar, sancionar sin legislar.
El tercer estado como síntoma estructural
Guillermo O’Donnell describió la democracia delegativa como un régimen donde el presidente gobierna como intérprete único de la voluntad popular, sin contrapesos reales.
En ese marco, las instituciones se vuelven decorados, se mantienen para legitimar decisiones unilaterales, pero su eficacia depende de la voluntad del Ejecutivo.
El “tercer estado” de la norma prolonga esa lógica. Permite que el poder político conserve su aura republicana mientras despliega prácticas de excepción.
El Estado argentino funciona, desde hace décadas, en ese modo flotante, crea marcos legales ambiciosos que rara vez aplica con rigor. Así, el discurso de la legalidad se vuelve parte del espectáculo del poder. Se promulgan leyes para tranquilizar a las audiencias externas, pero su ejecución se negocia con las internas. Se gobierna desde el intersticio entre lo escrito y lo tolerado.
Ambigüedad y desigualdad
En una sociedad tan desigual como la argentina, la ambigüedad jurídica no afecta a todos por igual.
El poder de la discrecionalidad siempre beneficia al que puede negociar. Las normas se aplican con más rigor sobre los débiles —los que no tienen acceso a redes, contactos o protección política— y con más flexibilidad sobre los poderosos. El “tercer estado” perpetúa esa asimetría, una ley que se cumple selectivamente es una ley que distribuye poder.
Al mismo tiempo, esa selectividad también puede operar cómo política social encubierta: tolerar la informalidad, por ejemplo, permite sostener la subsistencia de miles de trabajadores sin modificar la estructura tributaria o productiva. El Estado, incapaz de reformar la economía formal, regula el caos mediante la ambigüedad.
La república en suspenso
La consecuencia más profunda de este fenómeno no es jurídica, sino simbólica. Cuando las normas existen pero su cumplimiento depende de la oportunidad, el Estado pierde su autoridad moral.
La ley deja de ser un pacto colectivo y se convierte en un instrumento de coyuntura. La república, entonces, se vuelve un ritual vacío, todos invocan sus principios mientras los incumplen.
La vigencia parcial de las normas, su uso selectivo y su ambigüedad deliberada son síntomas de una crisis más amplia, la del significado mismo de lo público.
Cicerón decía que la república es “la cosa del pueblo”, pero ¿qué pueblo puede reconocerse en leyes que no se cumplen, en derechos que se suspenden, en obligaciones que se aplican solo a algunos?
El “tercer estado” es el espejo en el que se refleja una democracia que aún pronuncia el lenguaje de la legalidad, pero que ya no cree en él.
Epílogo
Las leyes pueden cumplirse o derogarse. En América Latina, sin embargo, se ha consolidado un tercer destino, la supervivencia ambigua. Un estado intermedio donde la norma no ordena, pero tampoco desaparece; donde la legalidad persiste en el papel mientras su aplicación depende de la oportunidad, la coyuntura o la conveniencia.
Este trabajo no describe una rareza argentina, sino una forma estructural de gobernanza que atraviesa la región, una debilidad institucional que ha sido naturalizada y que opera como instrumento de poder. Al conceptualizarla como “el tercer estado de la norma”, lo que se busca es nombrar y visibilizar un fenómeno recurrente —darle identidad analítica y contexto político para que pueda ser reconocido, discutido y, sobre todo, confrontado.
En ese intersticio se mueve el poder, invisible, discrecional, adaptable. Y mientras tanto, la sociedad aprende a vivir entre la norma y su sombra, entre la promesa de un orden y la certeza de su incumplimiento.
Tal vez ahí radique la verdadera tragedia institucional de nuestro tiempo, no la ausencia de leyes, sino su abundancia estéril. Porque en este país, lo que falta no son normas. Lo que falta es creer que alguna vez podrían cumplirse.
