Ídem

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Por Albana María Morosi.

  Era noche de luna nueva. Las hojas de los álamos se balanceaban al ritmo del viento. Las calles del pueblo aún conservaban el calor estival del día. 

     Mientras Guido caminaba hacia la casa de paredes blancas, situada a los pies de la sierra, oía el eco de sus pasos y, de vez en cuando, el ladrido lejano de algún perro.  

     Al llegar a la puerta de la casa lo asaltaron recuerdos de infancia. Siestas de veranos eternos jugando en el patio con Carla. Asomados al ojo de mar del aljibe, trepados a la higuera en busca de los higos que el sol maduraba en lo alto. Guerras de carnaval en el rio, los morteros labrados en la piedra, el canto de los pájaros al alba.

     Años después, era ésta su primera noche. Abrió la puerta de la cerca y se dirigió hacia el banco de madera dispuesto debajo de la parra. En la oscuridad adivinó, para su sorpresa, la silueta de un hombre sentado en el banco a sus anchas. 

     ─Buenas noches, ¿qué hace sentado en este banco?─ le preguntó al hombre, que, a pesar del calor, llevaba puesto un traje.

     ─Descanso─ le contestó el hombre cruzándose de brazos.

     ─Este banco debería estar vacío.

     ─Si estuviese vacío no estaría sentado en él.

     ─ ¡Que gracioso!

     ─Siendo una noche de luna nueva, no le veo la gracia─ soltó el desconocido.

     ─Quiero decir, que es ocurrente.

     ─ ¿Cómo debería tomarme su observación?

     ─Como lo que es─ le espetó Guido en un tono cortante.

     ─A mí también me hubiese gustado que lo que es, fuera lo que yo deseaba que fuese. 

     ─ ¿A dónde pretende ir con lo que dice?

     ─A ningún lado, salta a la vista que el que ocupa el banco soy yo─. El hombre extendió los brazos hacia los costados abarcando toda la superficie.

     ─A eso me refería cuando dije: “este banco debería estar vacío.”.

     ─Explíquese mejor─ le pidió el hombre y bostezó.

     ─ ¿Me hace un lugar?

     ─Depende de sus intenciones.

     ─No sé cuáles son las suyas,  pero mi intención es sentarme a esperar.

     ─Ídem─ concluyó el hombre. Se hizo a un lado y los dos se sentaron a horcajadas, frente a frente, en el banco sin respaldo, de una sola tabla de madera curtida y rugosa.

     ─Seré curioso, pero ¿de dónde conoce a Carla?─ le preguntó el hombre.

     ─De siempre.

     ─ ¡Qué coincidencia!

     ─Miente.

     ─ ¿Cómo sabe que miento sin no me conoce?

     ─Por eso mismo.

     ─ ¿No le interesa conocerme?─ le preguntó el hombre con un dejo de desilusión en la voz.

     ─Lo que menos esperaba era encontrarlo sentado en este banco y conocerlo. 

     ─A usted también le hubiese gustado que lo que es fuera lo que usted deseaba que fuese.

     ─La noche del quince de enero invité a cenar a Carla y le declaré mi amor. Ella me dijo…

     ─Que no cree en las palabras, sino en los hechos, que necesita una prueba de su amor, que si realmente la ama deberá esperarla sentado en este banco…─ agregó el hombre en un tono monocorde.

     ─Durante cien noches─ remató Guido.

     ─Ídem. 

     ─Será una de sus bromas, Carla siempre tuvo buen sentido del humor─ dijo Guido, para sí, en tono bajo.

     ─ ¿No vio mi cara de alegría?

    ─Siendo una noche de luna nueva, no le veo la gracia─ repuso Guido. Y el hombre largó una breve carcajada idéntica al graznido de un cuervo, a la que siguió un hondo silencio. Guido sintió un escalofrío en la espalda.

     De pronto, se oyó el ruido de dados batiéndose en un cubilete.

     ─ ¿Y eso?

     ─Siempre llevo un cubilete en el bolsillo─ le respondió el hombre. Sacó el cubilete que guardaba e hizo un tiro de dados sobre la superficie libre del banco.

     ─ ¿Por qué?

     ─Por las dudas.

     ─ ¿A qué juega?

     ─A la generala.

     ─ ¿Al mejor de tres?─lo desafió Guido.

     ─Y después, ¿qué?

     ─El que gana se gana el derecho de quedarse sentado en el banco durante las noventa y nueve noches que faltan.

     ─Me parece bien, juguemos─ le contestó el hombre.

     Guido sacó una linterna del bolsillo de su pantalón y alumbró la superficie del banco. El otro, una libretita y una lapicera del bolsillo de su saco. Jugaron durante un rato. 

     ─ ¿Qué me falta?─ le preguntó el hombre mientras Guido revisaba la hoja del puntaje con su linterna.

     ─Cinco, seis, escalera, póker y generala.

       El hombre sacudió el cubilete y tiró los dados sobre el banco.

     ─ ¡Escalera servida!─ grito.

     ─ La detesto, es la que más me cuesta.

     ─Tan mal no le va a usted, recién hizo un póker de seis y, además, antes se anotó veinte al cinco.

     ─Son rachas─ concluyó Guido.

     Jugaron por un largo rato. 

     Guido ganó el primer partido y el hombre los otros dos.

     ─ ¡Acabo de perder mi derecho a esperar por dos míseros partidos!─ se quejó Guido y poniéndose de pie le extendió la mano al ganador─ lo justo es justo.

     ─La esperanza es lo último que se pierde─ le dijo el hombre y le dio la mano─ Julián, un placer.

     ─No puedo decir lo mismo, Guido.

     ─Claro, porque usted es usted y yo soy yo. Vamos, no se ponga así, juguemos otro partido, pero con culo─ le propuso Julián.

     ─ ¿Con culo?, ¿qué dice?, ¿se burla de mí?

     ─ ¡Que poca playa tiene! Antes de tirar los dados pide, por ejemplo: un culo. Los tira y da vuelta el dado que le convenga, el revés del seis es el uno y vale ese número, puede pedir hasta cinco culos.

     ─ ¡Que tentador!─ Exclamó Guido con falso entusiasmo y volvió a sentarse en el banco─ Juguemos─.  

     Jugaron y esta vez ganó Guido.

     ─Ahora juguemos por el desempate, pero a la generala obligada─ lo desafió Julián.

     ─A ésa sí que sé jugar.

     ─Claro que sabe, si, no, no estaría acá.

     ─Vine por amor.

     ─Y yo, por variar─ le respondió Julián al tiempo que sacudía el cubilete.

     ─ ¡No se lo permito!, Carla…

     ─Hablaba en broma, idem─. Largó su carcajada filosa de cuervo y Guido sintió que una herida invisible le ardía en la espalda.

     Volvieron a jugar y ganó Guido.

     ─La suerte es loca: le toca al que le toca─ dijo Julián. Juntó los dados, guardó el cubilete en el bolsillo de su pantalón, libretita y lapicera en el bolsillo de su saco y se puso de pie─. Las circunstancias de este juego fueron muy particulares, difícil que olvide esta noche─ le extendió la mano y Guido la retuvo con firmeza sin saber muy bien por qué lo hacía.

     ─Espere, por favor, no se vaya, nos quedan noventa y nueve noches más, podemos definir quien se gana la espera exclusiva más adelante y mientras jugamos.

     ─ ¿A qué más sabe jugar?─ le preguntó Julián con un dejo de indiferencia en la voz.

     ─Al diez mil.

     ─Puede ser, pero si le agregamos algún ingrediente al juego que no sea dinero, jugar por dinero es lo más común. ¿Y si jugamos al diez mil por un recuerdo?

     ─ ¿Un recuerdo?─ repitió Guido como un eco.

     ─Sí, el recuerdo que más le guste.

     ─ ¿Y qué pasa si pierdo?

     ─Me gano su recuerdo.

     ─ ¿Usted cree que uno puede ser dueño del recuerdo de otro?

     ─Absolutamente.

     ─Nunca perdí un recuerdo, ni gané otro.

     ─Es sólo cuestión de jugar.

     ─ ¿Y qué pasa si pierdo mi recuerdo, me arrepiento, y quiero recuperarlo?

     ─Lo que le pasa en la vida a cualquiera. ¿Cree que recuerda todos sus recuerdos?

     ─Los que me importan mucho, sí─ dijo Guido.

     ─Después de todo, cada uno es fabricante de sus recuerdos, no sería tan grave perder uno. Si uno se pone a revisar encuentra recuerdos de todo tipo: breves, largo, anchos, profundos, recuerdos con perfumes indelebles, recuerdos tristes, vergonzosos, recuerdos de recuerdos.

     ─Recuerdos inventados─ agregó Guido─. Mi hermano Pedro insiste en contarme una y otra vez su recuerdo de lo que ocurrió esa madrugada, cuando vinieron a buscar a mi tío Remo. Por más que destrozaran sus cosas no lo encontraron, se había escondido adentro del tangue de agua. Mi hermano y yo nos habíamos metido en el placar, envueltos en una manta. Es más: fui yo quien espié sus caras de bestias por una ranura que había en la madera de la puerta, mientras apretaba entre las piernas los papeles del tío.

     ─ ¡Si le contara recuerdos!, tengo debilidad por ellos. Además, volviendo a lo que le proponía, puede que su recuerdo me guste más que el mío o viceversa.  

     ─ ¿Y cómo hace uno para adueñarse del recuerdo de otro?  Mire si me gano su recuerdo y el recuerdo se me retoba porque se da cuenta que yo no soy usted.

     ─No bien gana el recuerdo se monta sobre él, le acorta las riendas, le marca el paso, le va haciendo sentir cómo son las cosas ahora que usted es su dueño y él va entrando solito. Al tiempo, manso, lo lleva de paseo por los rostros, lugares, épocas en que fue grabado─ le dijo Julián en un tono de voz que destilaba pasión.

     ─Es raro pensar al recuerdo ajeno como a un potro bravío al que uno monta y amansa; aunque es tentador, nunca lo experimenté.

      A Guido se le antojaba tan absurdo como atractivo que ese hombre, un completo extraño, inmune al calor, cuya risa le provocaba escalofríos, le propusiera jugarse su mejor recuerdo.

     ─Siempre hay una primera vez─ lo animó Julián al ver un gesto de duda en la cara de Guido. ─Tampoco yo esperaba encontrarlo a usted esta noche y mire, sin embargo, lo bien que la estamos pasando.

     ─ ¿Y qué hay de los recuerdos robados? ¿Cuándo roban a una criatura recién nacida, no le roban acaso sus futuros recuerdos? ¿Y si le ponen otro nombre y lo cría otra familia, no le están robando la identidad de sus recuerdos?

     ─ ¡Mire que va lejos, Guido! Lo felicito por su prodigiosa imaginación.

     ─ ¿Es que usted nunca supo de una criatura robada?

     ─No, que yo recuerde; tampoco vi una bruja, pero que las hay, las hay. ─Hizo la mueca previa a largar una carcajada, pero la contuvo. ─Se me puso lúgubre y eso atenta contra el espíritu del juego─. Le dio una palmada en la espalda.─ Y, ¿ya se decidió? ¿Se juega o no un recuerdo?

     ─Me convenció. Eso sí, téngame paciencia porque no me resulta tan sencillo elegir cual recuerdo jugarme, convoco uno solo y van apareciendo en procesión, de los más hondos a los más ridículos.

     ─Mire que la memoria es un mar traicionero y quien va a pescar suele ser pescado.

     ─Basta que diga: “pescar” y arrastro mediomundos llenos de recuerdos─ dijo Guido.

     ─Puede arrastrarlos durante toda su vida, si eso le gusta, pero si ahora no elige un recuerdo nuestro juego pierde el sentido. 

     ─Tiene razón.

     ─ Qué le parece si usted se juega el recuerdo de la noche del quince de enero cuando Carla…

     ─ ¿Y usted, cuál se jugaría?

     ─Para que estemos parejos: el de la tarde del mismo día cuando Carla…

     ─Acepto─ dijo Guido. 

     Y fue como revivir la cena con Carla por un segundo. Ahí se dio cuenta que el recuerdo de esa noche se componía de otros más pequeños: el perfume de la piel de Carla, el deseo de su cuerpo, el sabor del vino, el recuerdo de la primera vez que había sentido amor por una mujer, uno llevaba a otro. ¿Sería posible que un solo recuerdo contuviera todos los recuerdos de su vida?

     Julián arrancó una hoja de su libretita, escribió algo, lo firmó y le extendió el papel a Guido.

     ─ ¿Y esto?

     ─Un acuerdo de juego.

     ─ ¡Qué formalidad!

     ─No todos los días se juegan recuerdos. 

     Guido firmó el acuerdo y Julián guardó el papel en el bolsillo de su saco. Comenzaron a jugar al diez mil, lo hicieron lentamente, cada uno saboreando su propio recuerdo. 

     Ganó Julián. Guardó cubilete, libreta y lapicera. Guido se quedó mudo, como ausente. Miró a Julián a los ojos y se puso de pie.

     ─Disculpe, señor, pero, si no se ofende, quisiera preguntarle…

     ─¡Cuanta formalidad¡ Pregunte nomás ─le dijo Julián.

     ─Me da un poco de vergüenza.

     ─Vamos, no sea tímido, dicen por ahí que de noche todos los gatos son pardos.

     ─ Bueno, la cuestión es que no sé qué estoy haciendo acá. Es como si hubiese perdido…

     ─Quédese tranquilo que la esperanza es lo último que se pierde─. Le extendió la mano, Guido le dio la suya─. Julián, un placer.

     ─No puedo decir lo mismo.

     ─Claro, porque yo soy yo y usted es usted.

     ─ ¿Yo soy Usted?

     ─ ¡Qué gracioso! ─ dijo Julián y largó una breve carcajada idéntica al graznido de un cuervo, a la que siguió un hondo silencio. Guido sintió un escalofrío en la espalda.

     De pronto, se oyó el ruido de dados batiéndose en un cubilete.

 

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