Por Rodrigo Fernando Soriano.
Mi verdadera gloria no está en haber ganado cuarenta batallas; Waterloo borrará el recuerdo de tantas victorias. Lo que nada borrará, lo que vivirá para siempre, es mi Código Civil.
Napoleón Bonaparte.
Con mucha razón, Ricardo Lorenzetti dijo que el Código Civil y Comercial de la Nación es como la Constitución de la vida privada de las personas. En ella se imprime como debemos ser, como nos relacionamos y hasta como nos van a tratar una vez muertos. Por eso reformar un código nunca estará en el orden de lo inocente. No se cambia un solo artículo, sino que se cambia la idea del ser social que queremos en nuestro país. Reemplaza una filosofía, un modo de transitar la vida en libertad, en la justicia, en como el Estado debe intervenir en la vida de las personas. Y eso es, justamente, lo que hoy se pone en juego con el intento de revisar el ochenta por ciento del Código Civil y Comercial de la Nación: una reescritura del alma jurídica de la Argentina.
La semana pasada, Manuel García Mansilla, quien fuera nombrado por Javier Milei mediante un decreto en comisión como ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, acompañado de María Ibarzabal Murphy, exfuncionaria macrista, hoy secretaria del departamento “Legal y Técnica” cercana a Santiago Caputo, fueron entrevistados en un canal de streaming llamado “Fundación El Faro”, con la noticia de los comienzos de la reforma casi completa de la ley nro. 26.994, o más conocida como “Código Civil y Comercial de la Nación”.
Entre las principales reformas anunció que existía en Argentina una fuerte y urgente necesidad de iniciar reformas estructurales en el país que abarcaran los planos jurídicos, económicos, fiscales y políticos. Indicaron que el ordenamiento jurídico argentino es una «maraña regulatoria» que socava la iniciativa privada, impide la inversión y dificulta el desarrollo. Declararon también que intentan limitar las facultades del juez en casos de lagunas legales. En especial, fortalecer la autonomía de la voluntad y la libertad de contratar. Instaurar el sistema de bancarrotas de los Estados Unidos, o conocido como el Chapter 11 (U.S. Bankruptcy Code) que funciona como el concurso preventivo sin el control de legalidad de los jueces.
Lo más llamativo es la intención de volver al sistema clásico de jerarquización de la autonomía de la voluntad, que si bien, retóricamente luce como una alternativa que se compadece con los derechos y garantías que se postulan en la Constitución Nacional, en la práctica aprendimos que no eran suficientes sin un papel de protección por parte del Estado para con los individuos.
En toda reforma hay ganadores y vencedores. En el año 2012, fecha de presentación del anteproyecto del Código Civil y Comercial de la Nación, representó la clara derrota de la doctrina clásica de nuestro país. De aquellos que sostienen a rajatabla la doctrina de Vélez Sarsfield respecto al liberalismo impreso en el código. De aquellos que aún del dictado de la ley 17.711, llamado “Código Borda”, y los intentos de reformas del año 1998, siguen negando la importancia de tener una parte general del derecho que otorgue la libertad interpretativa de los jueces con el objeto de proteger a las personas.
El Código Civil de autoría de Vélez Sarsfield tuvo siempre una dogmática liberal decimonónica, que alienta al libre tráfico de los negocios, y en protección absoluta a la autonomía de la voluntad, en una concepción individualista de igualdad jurídica en las relaciones. Dentro de esa matriz, el proceso judicial se concebía como un ámbito de igualdad abstracta, sin reconocer asimetrías reales ni colectivos vulnerables. Los métodos de interpretación y aplicación de normas eran por las palabras, el “espíritu” (distinto a la noción de finalidad teleológica de la actualidad). En caso de duda, se debía resolver por principios generales del derecho, teniendo en consideración del caso (art. 16 CC).
Por su lado, la filosofía impresa del Código Civil y Comercial de la Nación significó una ruptura con la dogmática liberal, adoptando lo que Richard Thaler y Coss Sunstein llamaron paternalismo libertario, fórmula que supone a un individuo que transita libremente por el mercado y a un Estado que lo ayuda a tomar decisiones, sobre todo, del orden patrimonial. De la protección al vulnerable según la filosofía de Luigi Ferrajoli que postula a los derechos fundamentales como «la ley del más débil contra la ley del más fuerte».
Se pasa de una filosofía iusprivatista a una iusconstitucional. De una interpretación positivista de la norma, a una neoconstitucional. De la noción de un “Estado de Derecho” a una de “Estado Constitucional”. El art. 1 CCCN establece que las normas deben interpretarse conforme a la Constitución Nacional y los Tratados de Derechos Humanos incorporados a la Constitución, introduciendo así el principio de constitucionalización del derecho privado. A su vez, el art. 2 CCCN incorporó una interpretación sistemática, finalista y conforme a los valores y principios del ordenamiento jurídico, lo que trasladó el eje de la norma desde la forma hacia la función social del derecho. La mirada no está puesta en el negocio jurídico, sino a la protección de la persona. Asimismo, el paradigma del Código Civil y Comercial de la Nación incorporó a la noción del derecho no como imputación de conducta sino como un instrumento de tutela efectiva, promoviendo la igualdad real por sobre la formal. Ya no se parte de sujetos abstractos e iguales, sino de sujetos reales en contextos de desigualdad.
Como dije, se destaca del Código Civil y Comercial la fuerte protección a los sujetos vulnerables, que en Argentina representa un punto central. Tal idea proviene de la filosofía de Luigi Ferrajoli que elaboró una tesis diferenciada para defender los derechos de los más débiles. En los códigos del siglo XIX regularon los derechos de los ciudadanos sobre la base de una igualdad abstracta, asumiendo la neutralidad respecto de las asignaciones previas del mercado y la sociedad. Superando esta visión el Código Civil y Comercial considera a la persona concreta por sobre la idea de un sujeto abstracto y desvinculado de su posición vital. Se busca la igualdad real, y desarrolla una serie de normas orientadas a plasmar una verdadera ética de los vulnerables.
En la parte de regulación del derecho de familias tuvo una mirada a favor de la persona, y de la progresividad de derechos, adoptando la legislación a la nueva concepción de las relaciones familiares. Distinto en cuanto a los contratos entre empresas, que se amoldaron a los principios Unidroit, para adaptar nuestra legislación a la del mercado exterior. Pero a su vez, fue fuerte la protección en el derecho del consumo para tratar de palear las desigualdades estructurales que las existen entre consumidor y las empresas proveedoras de bienes y servicios. En cuanto a los derechos reales, o a la relación entre personas y las cosas, se crearon nuevos y modernos derechos como ser el conjunto inmobilario para intentar amoldar los desarrollos inmobiliarios en barrios cerrados.
En palabras de Aida Kemelmajer de Carlucci, en una conferencia que dio en Tucumán, el Código Civil y Comercial Común no fue una imposición de una escuela doctrinaria, ni de una idea política, sino que vino a normativizar lo que en la realidad ya se estaba dando.
Por ello volver a lo clásico, tal como se pretende, es volver a fortalecer los desequilibrios, las desigualdades. No se trata de amoldar una legislación local en pos de atraer nuevas inversiones exteriores. No se debe resignar el valor de la equidad para dar lugar a la tan ansiada seguridad jurídica del sector empresario sin encontrar un balance entre ellos. No debemos resignar nuestros derechos y garantías constitucionales y convencionales previstas para que unos pocos puedan sacar provecho económico de nuestro país.
Un Código no es una suma de normas, es una declaración sobre el tipo de humanidad que aspiramos a proteger. Y en tiempos donde la palabra “reforma” suena a eficiencia, conviene recordar que la justicia no se mide en velocidad, sino en dignidad. Reescribir el Código Civil y Comercial no debería ser una operación contable sobre las libertades, sino un ejercicio de memoria sobre los vínculos. No se trata de hacer más liviano el derecho, sino más humano.
Porque si Napoleón se enorgullecía de su Código como la obra inmortal de su tiempo, nosotros deberíamos defender el nuestro como el testamento moral de una sociedad que decidió poner a la persona -y no al mercado- en el centro de la ley. Reformar el Código Civil y Comercial no es cuestión de técnica: es decidir qué país somos cuando nadie nos mira.
