Por Milagros Santillán.
La violencia silenciosa de la hipersexualización infantil.
No hay nada inocente en que una niña pose como una mujer.
No es “tierno”, no es “moderno”, no es “contenido viral”.
Es el síntoma de una maquinaria que hace años dejó de disimular: la infancia también es mercancía, y el algoritmo siempre encuentra formas de erotizar lo que debería ser intocable.
Las redes sociales crearon un escenario donde los cuerpos pequeños se transforman en objetos de lectura adulta. Un filtro, una pose, un gesto aprendido de TikTok; la coreografía que una nena repite frente al espejo sin entender que alguien, del otro lado, la va a mirar con códigos que no son los suyos. La hipersexualización funciona así: no viene desde la niña, sino desde quienes la consumen.
El problema no es la niñez, sino la mirada que la recorta.
Una cámara puede transformar una pirueta de juego en un acto performático. Un shortcito “de moda” deja de ser ropa cuando la pose imita la estética de una influencer adulta. Y el algoritmo, que no distingue ética, premia lo que retiene miradas: incluso las más peligrosas.
Las plataformas se llenaron de niñas maquilladas, peinadas y vestidas con una estética que replica códigos eróticos adultos. Muchas veces, con la complicidad inconsciente de sus familias, que no siempre miden que detrás de cada “awww” hay también una audiencia que convierte a esas niñas en fantasía, tendencia o consumo.
La hipersexualización infantil no es un accidente cultural: es una forma de violencia digital.
Una violencia que empieza en el feed, se multiplica en los comentarios y termina instalando la idea de que los cuerpos de las niñas pueden ser evaluados, comparados, deseados. Y cuando eso se normaliza, el terreno para los abusos —digitales o no— queda peligrosamente allanado.
Hay quienes se escudan en el argumento de que “solo es un baile”, “solo es maquillaje”, “solo es una foto”. Pero nada es “solo” cuando el público es masivo y las lecturas son adultas. Las niñas no pueden defenderse del deseo ajeno. No pueden controlar qué interpretación hace otro de su cuerpo. No pueden decidir si quieren ser vistas así.
Por eso, hablar de hipersexualización infantil no es moralismo; es política de cuidado.
Es preguntarnos qué tipo de cultura estamos alimentando cada vez que ponemos a una niña delante de una cámara y la empujamos a parecer algo que no es.
Es asumir que la privacidad también es un derecho.
Y que la exposición puede ser una forma de explotación.
Proteger la infancia implica también dejar de producir imágenes que la vuelvan deseable para miradas adultas. Implica revisar nuestras prácticas: qué subimos, qué celebramos, qué replicamos. Implica admitir que la viralidad no vale una niñez sacrificada.
Porque un cuerpo pequeño no está para ser leído como grande.
Porque la inocencia no debe competir con el algoritmo.
Y porque la infancia no necesita likes: necesita resguardo.
