Por Jorge Navarro Morán.
La pérdida de roles en un mundo sin brújula
¿Y si no estuviéramos discutiendo igualdad, sino paridad? Eso que se moviliza en cada marcha, en cada bandera multicolor y en cada microbatalla cotidiana: una estructura nacida desde la izquierda que choca, una y otra vez, contra esa otra estructura del “deber ser” que nos daba previsibilidad.
La pérdida de roles definidos en esta sociedad cambiante rompe con esa idea que centra y entrelaza. Rompe con ese valor que es algo de mí para dar, para servir al otro. Para entablarme —convertirme— en comunidad con ese otro social y, de forma primaria, con ese otro u otra que simboliza la idea de pareja, de unidad.
La pareja es esa idea de dos que comulgan y caminan juntos para aquí o para allá, pero de a dos. Y esos dos representan la idea de complemento. Como dos zapatillas. Dos zapatillas complementarias, no iguales. Desde la perspectiva de la superación de los roles rompemos con aquello que se espera del otro y también con lo que se espera de mí. Nos volvemos impredecibles. Ya no soy la zapatilla izquierda o la derecha que se integran entre sí. El mundo de los iguales no es Lima: nos rompe. Nos destruye. Nos lleva hacia la idea de dos zapatos izquierdos o dos zapatos derechos. Una combinación incompatible con la idea de “común-unión” o de par.
¿Será esto otro síntoma del posmodernismo? ¿Hombres feminizados y mujeres masculinizadas? Todo llevado al límite de lo etéreo. Etéreo por evanescente. Efímero. Desdibujado.
La destrucción de la idea del “yo hombre” (masculino, protector) corre la misma suerte que la idea del “yo mujer” (femenina, lábil). Es cierto que vincularnos requiere saber que ese otro es mi espejo: un espejo que parecería reflejar a un otro distinto, pero que en realidad no es más que una versión invertida de mí mismo.
Pero esa imagen invertida que es el otro no se encuentra contenida en la idea de igualdad. Y esa es nuestra crisis identitaria. Una crisis producto de la ruptura de la complementariedad, de la imagen del “mí mismo invertido en el otro”, producto de la instalación de la idea de superar los roles definidos. Quedamos así inmersos en un mundo de duda. Paralizados. Ya no sé quién soy. Ya no sé quién sos. Tampoco qué cabe esperar ante la ruptura de un “nosotros” integrado por complementariedad. Y en la plaza solo escuchamos gritos de: ¡Igualdad! ¡Igualdad! ¡Igualdad! ¡Muerte al macho!
Hoy la búsqueda de una pareja o un compañero se ha vuelto la espeluznante tarea de abrir la puerta de un armario y encontrar veinte zapatos izquierdos. Todos iguales. Y algo que parecía simple y cotidiano se vuelve una verdadera proeza. Vincularnos, lo que fue esencial y sencillo para la humanidad, resulta hoy complejo y disparatado. Tan complejo que nos está tornando extintos. Y si no, basta mirar la abrupta caída de las tasas de natalidad.
Perdemos de vista que las cosas no se definen en sí mismas, sino en la unidad perfecta de complementarios, insertos en un entorno. Pero son dos. Dos que no son “dos de lo mismo”: son distintos y complementarios. Diferenciados en sus roles y, por ello, previsibles en sus conductas.
Esto es lo que perdemos cuando el desafío de relacionarnos deja de convertirnos en pareja, en par. Tras la idea de un “nosotros de iguales” perdemos la condición de ser predecibles para uno mismo y para el otro, convirtiendo al mundo relacional en un quehacer impredecible. Un acertijo. Una paradoja.
La búsqueda de aquello que fue siempre tan simple —encontrar a un otro y construir un nosotros que se integra en la diferencia— hoy parece imposible. Un yo y un otro. Como un huevo para el que es predecible la gallina. Como para un alumno es predecible el maestro. Como un hijo, que no puede comprenderse sin su madre. Sí, son dos. Pero no son dos de lo mismo.
Hoy estamos insanos. Somos pacientes terminales de una especie que solo contempla likes, seguidores, contactos. Solipsistas. Ensimismados. Sin relaciones reales, sin amigos que acompañen en lo importante. Nos quedamos así, sin un yo y sin un otro que dé luz. Que ilumine la existencia y la vuelva plural. Somos iguales: zapatillas izquierdas o zapatillas derechas.
Y aquí estamos: volviéndonos travestidos en la homogeneidad. Asexuados. Aturdidos en soledad. Poniendo en riesgo la continuidad de la especie por el dominio total del individuo. Un individuo que ya no sale de sí al encuentro de un otro, para habitarlo. Somos la suma de yoes individuales. Sin otros. Y esa fuga hacia adentro no nos lleva a ninguna parte.
Como dijo Octavio Paz:
“Para ser yo he de ser otro; salir de mí y buscarme entre los otros.”
Pero no existen esos otros que me dan plena existencia.
