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LA NUEVA APARIENCIA DEL CAPITALISMO

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Por María Valentina Aranda Zóttola.

Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

Mark Fisher.

El capitalismo siempre tuvo la habilidad de mutar. Esa es su fuerza, su defensa y su ofensiva. En el siglo XX avanzaba con la regularidad mecánica de las fábricas, con la disciplina del reloj y el ruido de la cadena de montaje. La alienación era visible: manos que repetían gestos, cuerpos reducidos a engranajes, jornadas que se parecían a jaulas. El trabajador sabía—aunque no siempre pudiera nombrarlo—que había una distancia entre lo que producía y lo que era. La opresión tenía la forma del humo, la máquina y el sueldo injusto.

Pero el siglo XXI inauguró otra cosa. Una apariencia nueva, limpia, brillante. Menos acero, más pantalla. Menos fábrica, más imagen. La explotación ya no se siente como violencia externa, sino como vocación interna: un deseo que no nace del sujeto, sino que se le injerta. El capitalismo aprendió a operar en lo íntimo, en la sensibilidad, en la imaginación. El obrero ya no está afuera: ahora vive adentro del yo.

La fábrica se volvió red.
El patrón se volvió algoritmo.
La obligación se volvió deseo.

La alienación ya no consiste en trabajar para otro: consiste en trabajar contra uno mismo. No es la fuerza ajena la que disciplina, sino la demanda de visibilidad, rendimiento y autenticidad. En esta época, ser uno mismo también es trabajo.

Byung-Chul Han lo dijo sin rodeos: “la libertad se transforma en coacción cuando el sujeto se explota a sí mismo creyendo realizarse”. Y ahí estamos: agotados, productivos, conectados, sonrientes, siempre disponibles. La explotación se volvió lifestyle.

El capitalismo encontró una forma superior de control: la estética. No la estética del arte, sino la estética de la vida convertida en mercancía. Cada foto, cada gesto, cada emoción es un producto potencial. La identidad se transforma en un proyecto económico. La subjetividad se terceriza. El cuerpo es marca. El deseo es algoritmo. El tiempo libre es contenido.

La vida dejó de vivirse: ahora se gestiona.

Antes, la alienación sucedía en la fábrica; ahora sucede en el teléfono. No hace ruido, no levanta huelgas, no exige sindicatos. Solo exige atención. Y la atención es la nueva plusvalía: un capital que producimos sin pausa y entregamos sin negociación.

Mark Fisher lo advirtió con lucidez trágica: vivimos en un realismo capitalista donde resulta más fácil imaginar el colapso del planeta que el colapso del sistema. El capitalismo ya no domina solo la economía: domina la imaginación. Lo posible y lo imposible están filtrados por una misma lógica. No hay afuera.

El sujeto contemporáneo se piensa emprendedor de sí mismo, empresario de su tiempo, gestor de su imagen. Y como todo empresario, vive bajo la amenaza del fracaso. La desigualdad ya no se experimenta como injusticia colectiva, sino como culpa individual. Si no se logra “ser alguien”, no es por las condiciones estructurales: es porque “faltó voluntad”. El neoliberalismo perfeccionó la crueldad: privatizó el sufrimiento.

Las pasiones tristes ocupan el lugar de la conciencia de clase. Donde antes había un nosotros, ahora hay un yo fatigado, ansioso, competitivo. Si el siglo XX separaba al individuo de los frutos de su trabajo, el XXI lo separa de sí mismo. Se produce para ser visto, se vive para ser medido, se siente para ser compartido. La subjetividad está obligada a producir valor simbólico.

La alienación industrial explotaba el cuerpo; la alienación digital explota la interioridad.

La intimidad también fue capturada. El espacio privado dejó de ser refugio: es el nuevo laboratorio de autoexplotación. Lo público, mientras tanto, perdió su carácter de encuentro: se volvió un teatro donde cada actor representa un papel sin descanso, empujado por un algoritmo que decide qué es relevante, qué es indignante y qué debe olvidarse mañana.

La promesa de la transparencia —ese invento del neoliberalismo emocional— despojó al misterio de su potencia. Mostrarlo todo se volvió obligación moral. El mundo se volvió un escaparate sin profundidad. Pero, paradójicamente, cuanto más mostramos, menos comprendemos. La saturación de información no esclarece: aturde. Y la aturdimiento es una forma de control.

La nueva apariencia del capitalismo es amable, joven, motivadora, inspiracional. Se vende como libertad, pero funciona como encierro. Donde antes había órdenes explícitas, ahora hay nudges; donde antes había castigos, ahora hay métricas; donde antes había vigilancia externa, ahora hay autoevaluación permanente. Fisher lo llamó “estalinismo de mercado”: un régimen donde nadie obliga a nada, pero todo debe hacerse igual.

Y sin embargo, hay grietas. Toda estetización revela su desgaste. Toda máquina produce restos. Toda lógica que absorbe el mundo deja, en algún borde, un fuera pequeño. La emancipación ya no se piensa como ruptura total —eso sería romanticismo— sino como interrupción. Como la capacidad de trazar espacios no rentables: tiempo sin función, belleza sin mercado, vida sin rendimiento.

Resistir, en este siglo, no consiste en destruir el sistema sino en desbordarlo. Usar sus propias fuerzas —la técnica, la imaginación, la estética— para abrir posibilidades donde el capital solo ve productividad. No se trata de nostalgia: se trata de disputa. De volver a sentir aquello que el capitalismo intenta anestesiar.

Y quizás ahí, en esos gestos inútiles, en esa lentitud que parece sospechosa, en esa belleza que no cotiza, empiece a nacer otra forma de libertad. Una que no se pueda monetizar. Una que no se pueda medir. Una que no tenga apariencia, pero que vuelva a tener cuerpo.

 

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