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El poder como expansión

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Por Gabriela Agustina Suárez.

Una maquinaria que nunca se sacia.

El poder, en su forma más pura, es un movimiento continuo. Nunca se detiene: expande, ocupa, transforma, se infiltra. Desde los imperios de la antigüedad hasta las corporaciones tecnológicas del presente, su lógica es siempre la misma: alcanzar nuevos territorios de influencia, incluso cuando esos territorios ya no son físicos sino simbólicos. Como afirma Michel Foucault, “el poder no se posee: se ejerce”; se trata de una red dinámica que atraviesa cuerpos, discursos e instituciones, moldeando cómo vivimos, qué deseamos y hasta lo que pensamos que somos.

Gobernar emociones para gobernar la realidad

El poder político no se mantiene solo mediante la fuerza legal o militar. Necesita administrar expectativas y regular afectos. Hannah Arendt describe el poder como la capacidad de actuar en común, pero el poder político contemporáneo opera muchas veces generando dependencia emocional: promete protección ante el miedo, orden frente al caos, identidad ante la incertidumbre. De ese modo se vuelve indispensable.

Se gobierna a través de relatos: enemigos invisibles, amenazas externas, crisis constantes. La expansión política se basa en la construcción de narrativas de necesidad: la idea de que sin una estructura fuerte que decida por nosotros, el mundo se desmoronaría. El resultado es un ciudadano que acepta sin cuestionar, porque se convence de que lo contrario sería peligroso. Al final, como diría Foucault, “el poder triunfa cuando ya no es reconocido como poder”.

Cuando el deseo se convierte en mercancía

Karl Marx explicó que el capitalismo no solo explota trabajo: trastorna la vida entera hacia el intercambio. No se conforma con organizar la producción; necesita penetrar en el deseo, convertirlo en motor de crecimiento. El consumo se transforma en una especie de moral moderna: comprar es pertenecer, producir es existir.

El sistema económico se vuelve una colonización de la subjetividad. Nos define a través de métricas: más productividad, más rendimiento, más utilidad. Quien no se adapta queda excluido, marcado como falla. Así, la expansión del poder económico se sostiene en una ficción poderosa: la ilusión de libertad individual. Tal como señala Zygmunt Bauman, vivimos en una sociedad donde “uno es tratado como producto antes que como ciudadano”. La libre elección se vuelve el disfraz perfecto del control.

Disciplina sin violencia

El poder es más eficiente cuando no necesita imponerse, cuando son las personas mismas quienes regulan y vigilan a los demás. Sigmund Freud ya advertía cómo la cultura fuerza al individuo a reprimir sus impulsos para ser aceptado, generando culpa y malestar. Hoy, esa vigilancia de la norma actúa sin látigos ni cárceles: se filtra en los criterios de éxito, de belleza, de prestigio.

Lo que llamamos “normalidad” es una frontera política: delimita quién es valioso y quién debe ser corregido. Quien se desvía es objeto de burla, sospecha o exclusión. Foucault describe este proceso como biopolítica: el poder que administra la vida misma, que define qué cuerpos son útiles y cuáles no. Así, la sociedad se transforma en un espacio disciplinado, donde la obediencia se premia y la diferencia se oprime.

El dominio más silencioso

Si hay un escenario donde la expansión del poder se vuelve casi total, es en la tecnología. Byung-Chul Han señala que “la libertad se convierte en coerción cuando uno se explota a sí mismo creyendo que se realiza”. La eficiencia es nuestra nueva identidad, y la conexión constante, una obligación.

La tecnología no impone: seduce. No limita: optimiza. Pero esa optimización exige transparencia total: comportamiento medible, accesible, previsible. El ser humano se convierte en dato, y el dato en una herramienta de gobernabilidad. Gilles Deleuze advirtió el paso de una sociedad disciplinaria —con límites claros y prohibiciones visibles— a una sociedad del control, donde la vigilancia se difumina y se pega a la piel. La expansión tecnológica ya no necesita cadenas: se alimenta de nuestra rutina diaria.

La razón profunda de toda expansión

¿Por qué el poder no puede quedarse quieto? Friedrich Nietzsche ofrece una pista: el poder desea más poder, porque la vida misma es impulso de expansión, fuerza que quiere volverse superior a sus límites. Pero cuando la estructura se obsesiona con controlar todo lo vivo, cae en una paradoja: asfixia la vitalidad que pretende dominar.

El poder se vuelve torpe cuando busca eliminar el conflicto, el error, lo impredecible. El orden absoluto es también la muerte absoluta. El sistema se sostiene mientras logra convencer al sujeto de que no existe alternativa. Han lo resume con exactitud:

“Son demasiado vivos para morir, pero demasiado muertos para vivir”.

¿Existe un límite? ¿Existe resistencia?

La resistencia no nace del enfrentamiento violento, sino de la conciencia crítica. Arendt sostuvo que la libertad auténtica solo aparece cuando pensamos y actuamos sin obedecer ciegamente. La pregunta política más urgente sigue siendo: ¿por qué aceptamos la expansión del poder como una ley natural?

La respuesta posiblemente sea el miedo: a la incertidumbre, a la soledad, al fracaso. El poder nos alquila estabilidad a cambio de autonomía. Nos promete seguridad a cambio de riesgo.

Pero la historia demuestra que ningún régimen puede devorar todos los espacios del sentido humano sin colapsar.

La disidencia surge cuando alguien se atreve a nombrar aquello que todos sienten pero nadie dice: que el poder necesita nuestra obediencia más que nosotros necesitamos su protección.

Reconocerla para dejar de alimentarla  

El poder político quiere gobernar lo que tememos.

El económico, lo que deseamos.

El social, cómo debemos ser.

El tecnológico, cómo debemos vivir.

Cuanto más avanza, más invisible se vuelve; cuanto menos se cuestiona, más absoluto se vuelve.

Pero la lucidez es fisura.

La crítica es fisura.

La imaginación de otro mundo es fisura.

Todo poder que solo sabe expandirse termina por comerse a sí mismo.

La alternativa comienza con un acto simple y radical:negarse a aceptar que este es el único modo posible de existir.

 

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