Por María José Mazzocato.
Mientras buena parte de la atención internacional se concentra en crisis más mediáticas, Mali continúa envuelto en una espiral de violencia que parece no tener fin. Su conflicto, tantas veces reducido a titulares breves y explicaciones simplistas, es un recordatorio incómodo de lo que ocurre cuando la guerra se convierte en un negocio rentable y el sufrimiento humano queda relegado al silencio. Mali es hoy uno de los escenarios más complejos del Sahel, una región donde convergen disputas étnicas históricas, grupos armados fragmentados, presencia de milicias islamistas, intereses geopolíticos externos y un Estado debilitado. La indiferencia global hacia este conflicto es, en sí misma, una forma de violencia.
La raíz del problema no es reciente. Aunque la guerra en Mali suele explicarse a partir de 2012, cuando grupos tuareg y milicias islamistas avanzaron sobre el norte del país, la verdad es que las tensiones se remontan varias décadas atrás. La marginalización de las comunidades del norte, la desigual distribución de recursos, la debilidad institucional y la falta de representación política constituyeron el caldo de cultivo para sucesivas rebeliones. A esto se suma un territorio vasto y difícil de controlar, donde las fronteras son porosas y los grupos armados circulan con facilidad.
En 2012, la caída del régimen libio de Muamar Gadafi actuó como un acelerador del desastre. Armas y combatientes regresaron al Sahel, reforzando movimientos separatistas y facilitando la expansión de organizaciones yihadistas como Al Qaeda en el Magreb Islámico y, más tarde, facciones vinculadas al llamado Estado Islámico. Lo que comenzó como un reclamo político por autonomía derivó en un mosaico de guerras superpuestas: insurgencia, terrorismo, enfrentamientos étnicos y represiones estatales. La violencia se diversificó y se volvió más impredecible.
La respuesta internacional tampoco ayudó a estabilizar la situación. Intervenciones militares como la operación Serval y luego Barkhane, lideradas por Francia, intentaron frenar el avance yihadista, pero generaron rechazo en parte de la población y fricciones con las autoridades locales. La posterior llegada de la misión de la ONU, MINUSMA, trajo cierto apoyo logístico y humanitario, pero enfrentó enormes limitaciones y se convirtió en uno de los despliegues más mortíferos de la organización. En paralelo, la creciente influencia de compañías militares privadas y actores extrarregionales contribuyó a complejizar aún más el panorama.
El deterioro político de Mali agravó la crisis. Desde 2020, el país atravesó dos golpes de Estado que desarticularon la ya frágil institucionalidad. La junta militar prometió restaurar el orden, pero la violencia se expandió hacia el centro del país, especialmente en las regiones de Mopti y Ségou, donde comunidades enteras quedaron atrapadas entre milicias étnicas, grupos islamistas y fuerzas estatales acusadas de abusos. El conflicto dejó de ser un fenómeno localizado para convertirse en una herida abierta que atraviesa todo el país.
En este contexto, la guerra en Mali se convirtió en un ejemplo doloroso de cómo la violencia puede transformarse en una economía. El control de rutas comerciales clandestinas, el tráfico de armas, drogas y personas, y la imposición de tributos ilegales permiten a múltiples actores financiarse y perpetuar el conflicto. La guerra, para muchos de ellos, es más rentable que la paz. La población civil, sin embargo, paga el costo más alto. Masacres comunitarias, desplazamientos forzados, reclutamiento de menores, inseguridad alimentaria y la destrucción de medios de vida rurales forman parte del día a día. El hambre es una herramienta de sometimiento, y el cuerpo humano se convierte en territorio de disputa.
Lo más inquietante es el silencio. Las crisis prolongadas pierden atractivo mediático, y la comunidad internacional suele tratarlas como problemas crónicos que no merecen prioridad. Mali se convierte así en un conflicto incómodo: demasiado complejo para explicarlo en dos frases, demasiado lejos de los intereses estratégicos de las grandes potencias, demasiado desgastado para mantener atención. La invisibilidad es un arma. Lo que no se ve, no se debate, y lo que no se debate, no se resuelve.
Recordar Mali es recordar que las guerras no se sostienen solo con armas, sino con indiferencia. Es reconocer que detrás de cada informe técnico hay familias huyendo, jóvenes sin futuro, aldeas arrasadas y cuerpos que desaparecen en un desierto vasto y silencioso. También es admitir que la seguridad del Sahel afecta al mundo entero, desde los flujos migratorios hasta el avance del extremismo transnacional. Ignorarla no la hace menos real.
Mali no necesita compasión pasajera, sino voluntad política, compromiso internacional sostenido y una estrategia que incluya justicia, desarrollo y participación comunitaria. Nombrar lo que ocurre es el primer paso para romper el silencio que envuelve a uno de los conflictos más olvidados de nuestro tiempo.

querida Majo tus columnas me estrujan el alm, me despejan la mente, me atrviesan los sueños, mi etica, mis ganas, pero gracias por hacerme sentir asi, y creer que si lo podemos ver, quizás alguna día lo podamos cambiar