Por Marcela Elorriaga.
¿Elegimos actuar? ¿O elegimos que otros manejen nuestra vida?
Tal vez. Para muchas personas, lo más cómodo es que alguien les diga qué hacer, cómo seguir, que les resuelvan los problemas —al menos, los más importantes—. Pensar por uno mismo implica asumir incertidumbre y riesgo. No sabemos si la elección será la correcta, y eso asusta.
Sin embargo, vivimos en un mundo preparado para hacernos creer que todo está al alcance, que hay una respuesta para cada problema, una guía para cada paso. Pero ese no es nuestro libro. Y solo nos damos cuenta cuando todo se desordena, cuando dejamos de cuestionar y comenzamos a vivir en piloto automático.
Quien decide tomar las riendas de su vida, con frecuencia, deberá enfrentar decisiones más difíciles. Pero esa elección también implica hacerse cargo de las consecuencias. En cambio, quien no asume esa responsabilidad tiende a culpar a los demás de sus propios males.
A menudo creemos que somos infelices porque otros nos impiden ser felices. Este hábito de mirar hacia afuera como si el origen de nuestra insatisfacción estuviera en otro lugar, se vuelve cotidiano. En realidad, lo que ocurre es que no queremos —o no podemos— enfrentarnos a nuestros propios miedos. Tenemos miedo de conocernos, miedo de descubrir un montón de cosas que yacen en lo profundo y que quizás no nos gusten. Cosas que, además, podrían señalarnos como responsables. No aceptamos ver nuestra responsabilidad por no habernos enfrentado, tiempo atrás, a lo que dejamos que ocurriera, a las elecciones que fuimos haciendo una y otra vez. Y así, nos resulta más fácil seguir culpando a otros por nuestras vidas rotas, grises, sin sentido.
Pero si no empezamos a cuestionarnos la vida que llevamos, si no nos preguntamos con honestidad qué es lo que realmente queremos, ¿podemos decir que lo elegimos? ¿O simplemente lo aceptamos? Somos artífices de nuestra realidad. Y cuando dejamos de buscar culpables y excusas, cuando nos animamos a mirar hacia adentro con honestidad, recuperamos nuestro poder.
Nos damos cuenta de que no necesitamos que nadie nos diga qué hacer. Solo hace falta observarnos, escuchar lo que sentimos, y atrevernos a dar el siguiente paso. Así, poco a poco, dejamos de ser víctimas de las circunstancias para convertirnos en verdaderos protagonistas de nuestras vidas.