por Marcela Elorriaga.
La disconformidad parece estar grabada en la mayoría de los seres humanos. Nacemos y crecemos con la idea de que merecemos una vida cómoda y feliz, pero casi siempre sentimos que algo o alguien nos impide alcanzarla.
Aún cuando logramos metas importantes, nos cuesta sentirnos verdaderamente satisfechos. Vivimos con la sensación de que podríamos estar mejor si hubiésemos tomado otras decisiones, si hubiésemos actuado de otra manera.
Tomar decisiones se vuelve un desafío, porque nos asalta la duda constante: ¿habremos elegido bien? Esa incertidumbre nos impide disfrutar de lo que tenemos, atrapándonos en lo que pudo haber sido y no fue.
La sensación de vacío nos invade y bloquea otras emociones. Nos cuesta vernos, valorarnos, querernos, y en esa desconexión interna también se vuelve difícil reconocer lo que tenemos alrededor: nuestra familia, amigos, entorno.
Nos llenamos de preocupaciones innecesarias, como si los problemas fueran la excusa perfecta para no mirar hacia dentro. Quizás buscamos ser vistos, reconocidos, valorados… como si eso pudiera llenar nuestra falta de sentido.
¿Por qué esperamos que el amor y la valoración vengan desde afuera? ¿Por qué creemos que ahí está la respuesta a nuestro vacío emocional?
La vida no se define por una sucesión de momentos felices. Está hecha de altibajos, de desafíos. Lo clave está en aprender a fortalecernos, a construir resiliencia, en entender que aunque no podamos controlar todo lo que nos sucede, sí podemos decidir cómo enfrentarlo.
La vida no es la culpable de nuestras desgracias. A veces da, a veces quita, y nosotros, simplemente, debemos vivirla lo mejor que podamos, con autenticidad, conciencia y aceptación.
Excelente, como siempre
Un placer poder leer cada semana esta columna. Felicitaciones!!
reflexiones para el alma!