por Fernando Ayala.
Había algo especial en la puerta A11 del aeropuerto esa tarde.
No era el destino al que llevaba el vuelo, sino el silencio de quienes la esperaban.
Caras cargadas de historia, de preguntas, de esperanzas.
Fue ahí donde entendí algo. Esa puerta no era solo una salida. Era una metáfora.
La vida nos invita todos los días a embarcar.
Cada embarque es una decisión. Pero muchas veces, lo que nos detiene no es el miedo a volar.
Es el miedo a creer.
Nos enseñaron que primero hay que ver para creer.
Pero, en realidad, las transformaciones más profundas comienzan al revés:
primero creés, y después lo creás.
No es una frase de autoayuda.
Es una clave filosófica, lingüística y biológica.
En español, “creer” y “crear” se conjugan igual:
yo creo.
Y esa coincidencia no es casual. Es una pista.
La neurociencia lo confirma:
el cerebro no distingue con claridad entre lo que vivimos y lo que imaginamos con emoción.
Lo que le contás a tu mente sobre vos, sobre tu futuro o sobre tu país… se convierte en posibilidad.
Las creencias limitantes —“no se puede”, “es tarde”, “eso es para otros”—
no son verdades. Son ideas heredadas, muchas veces no probadas, que operan como software inconsciente.
El pensamiento crítico no empieza con el otro. Empieza con uno mismo.
No basta con cuestionar el sistema si no cuestionamos primero lo que asumimos como cierto.
Cada uno tiene un metro cuadrado.
Un espacio simbólico —pero también político— donde es libre de pensar, imaginar y decidir.
Ahí nacen nuestras ideas. Nuestras resistencias.
Ahí se define quiénes somos y quiénes podemos ser.
Ese metro cuadrado hay que habitarlo.
Defenderlo.
Y desde ahí, empezar a contagiar nuevas formas de estar en el mundo.
Hoy, más que nunca, necesitamos personas que se animen a volar distinto.
Que no repitan los guiones que otros escribieron para ellas.
Que se pregunten:
¿Qué pasaría si actuamos desde la fe en lo posible?
¿Qué podemos crear si dejamos de obedecer por inercia?
No se trata de delirar. Se trata de desobedecer con sentido.
Quizás haya que estar un poco loco para cambiar el mundo.
Pero si miramos la historia, fueron justamente los locos los que lo lograron.
Los que soñaron lo que no existía.
Los que creyeron cuando todo parecía perdido.
Los que crearon lo que parecía imposible.
Entonces, ¿y si no son límites reales los que nos frenan?
¿Y si son apenas desafíos disfrazados, esperándonos para saltar más alto?
Si esa acción es colectiva —si cada quien se atreve a defender su metro cuadrado e inspirar desde ahí—
entonces somos más que individuos.
Somos una posibilidad social.
Y si todo esto suena ingenuo, pensá en El Eternauta.
Una historia escrita hace más de 60 años, que hoy es un fenómeno global.
Porque recuerda algo esencial:
el enemigo no siempre tiene forma visible.
A veces es la indiferencia, el egoísmo, el miedo.
Y la única manera de resistir… es juntos.
Como Juan Salvo, como sus amigos.
La unión no es un eslogan: es una estrategia vital.
La revolución no empieza afuera.
Empieza en tu metro cuadrado.
Sigue en el mío.
Y después, en el de todos.