por Manuel M. Novillo.
Ya hubo un evento que cambió el mundo a gran escala recientemente. Fue el atentado del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Ese día, 19 terroristas de Al Qaeda tomaron cuatro aviones comerciales. Estrellaron dos contra las Torres Gemelas y uno contra el Pentágono. El cuarto, al parecer dirigido al Capitolio, fue recuperado parcialmente por los pasajeros, que —al enterarse de los otros ataques— resistieron, pelearon con los secuestradores y lograron estrellar el avión en un campo de Pensilvania.
Se inmolaron.
Ese día murieron 2.977 personas. Murieron pulverizadas por el impacto de los aviones, quemadas por las llamas, suicidándose al arrojarse de las torres, aplastadas por los edificios o asfixiadas intentando rescatar gente entre los escombros. Y de otras formas más.
El muy buen documental de Netflix Cacería implacable: Osama Bin Laden (2025) muestra cuán traumático y transformador fue ese episodio para la historia de Estados Unidos y del mundo. Pero además, como también lo hace otro producto muy recomendable de Netflix, Punto de inflexión: el 11-S y la guerra contra el terrorismo (2021), permite ver con bastante claridad que la indignación por el atentado era muy generalizada en el mundo occidental.
Los argentinos, inclinados siempre al antinorteamericanismo tanto de izquierda como de derecha, lo tenemos poco presente, pero la mayor parte del planeta, cuando vio la muerte de personas inocentes a manos de yihadistas, sintió consternación e indignación.
Y, sobre todo, estos documentales muestran algo aún más importante: la determinación lacerante que tenían las administraciones norteamericanas, tanto la de George W. Bush como la de Barack Obama, por hacer pagar a quienes cometieron esa atrocidad. “Hacer justicia”, lo llamaban. Y significaba matar.
Y más allá de que, vistas desde hoy, las guerras que Estados Unidos libró en Afganistán e Irak hayan terminado en fracasos, si uno evalúa con objetividad las opciones que tenían sus líderes para perseguir a los responsables y sus cómplices, invadir los safe havens de grupos terroristas era una posibilidad razonable.
7 de octubre
El 7 de octubre de 2023, el grupo terrorista Hamás —que gobierna la Franja de Gaza desde aproximadamente 2007— lanzó más de 3.000 cohetes sobre el sur de Israel y cientos de sus militantes invadieron el territorio. Ese día murieron unas 1.200 personas: fueron atormentadas, quemadas, fusiladas frente a sus hijos, violadas y luego arrastradas por el suelo. Hay un video de una chica peleando semidesnuda para no ser llevada por múltiples hombres al otro lado de la frontera, y otro de un hombre al que le arrancan la cabeza con una pala.
Además, Hamás se retiró de Israel llevándose consigo a 250 rehenes, entre ellos mujeres mayores y niños.
Ese evento fue, para Israel, tan traumático como el 11 de septiembre. En realidad, fue mucho peor, porque Israel es un país pequeño y el enemigo está al lado.
Imaginemos que el 11 de septiembre no hubiera sido un ataque de Al Qaeda, sino un ataque de cárteles mexicanos ubicados en Sonora, es decir, en la frontera con Arizona. Digamos que entraron por ahí y mataron, violaron, quemaron y empalaron a habitantes de ese estado.
La proporción equivalente de un ataque como el del 7 de octubre aplicado a la población de Estados Unidos hubiera sido sumamente impactante. Para equiparar a Hamás, los cárteles tendrían que haber matado a 36.765 personas y, luego, haber cruzado la frontera de vuelta con 7.660 rehenes.
Si algo así le hubiera pasado a Estados Unidos, y el gobierno del país vecino fuera cómplice, hay una cosa que les aseguro: México no existiría más en el mapa como país soberano. Y pocos hubieran puesto grandes objeciones al respecto. Y si las hubieran puesto, no habría importado.
Hay algo que Estados Unidos —el país que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, creó el orden mundial más próspero y seguro que haya tenido Occidente— sabe: que no tiene que responder ante nadie cuando alguien viene a matar a los suyos. Porque cuando alguien viene a matar a los tuyos, como dice el gran intelectual israelí Haviv Rettig Gur, uno sólo responde ante sus hijos. Porque es a ellos a quienes tiene que explicarles por qué no los pudo cuidar.
Estados Unidos también sabe algo que los occidentales solemos olvidar: que el mundo no es seguro por sí solo. Es seguro porque ellos lo protegen. Porque existen su marina, su fuerza aérea y su ejército: los más grandes y modernos del mundo.
Alguien podría responderme que estoy equivocado, que hoy estamos seguros porque existe el orden internacional y los derechos humanos. Sí, también. Pero, como se dice en el derecho, no hay ley sin remedio. Es decir, no hay derecho sin alguien que pueda aplicarlo o castigar a quien no lo cumple. Al derecho internacional no lo hacen respetar únicamente las instituciones supranacionales, sino, principalmente, la sombra del poder militar estadounidense sobre esas instituciones, nos guste o no.
Si ellos dejaran de proteger ese orden —y quizás en algún momento no lo hagan más— el mundo dejaría de ser seguro.
De hecho, Estados Unidos no puede proteger del todo a Israel de sus vecinos, y por eso ese país vive una realidad que los occidentales no terminamos de entender: la realidad de quienes habitan un mundo anterior a la Segunda Guerra Mundial.
Pero antes de hablar de eso, quiero que imaginemos, por un momento, que nosotros, los argentinos, viviéramos en ese mundo. Que nos hubiera pasado algo como el 7 de octubre, pero en la frontera con Chile. (Aclaro: es sólo un ejercicio hipotético, no busca ofender a nuestros hermanos chilenos). Le pedí a ChatGPT que me ayude a construir esa escena. Sería algo así:
El 7 de octubre, células radicalizadas del movimiento indigenista trasandino, provenientes del sur de Chile, cruzan de manera coordinada la Cordillera de los Andes hacia las provincias argentinas de Neuquén, Río Negro y Chubut. Atacan ciudades y pueblos enteros, destruyen comisarías, matan a civiles, policías y militares. Asesinan de manera atroz a casi 6.000 personas en el lapso de 24 horas. Secuestran a más de 1.200 argentinos, incluidas familias completas, y los llevan como rehenes a zonas remotas de la Patagonia chilena. Luego, publican videos del ataque, toman el control de estaciones de radio locales y difunden un manifiesto que denuncia siglos de colonialismo y reivindica territorios ancestrales como “liberados”.
Con la mano en el corazón, quisiera saber a quién responderían ustedes para hacer justicia con los responsables.
Israel vs. Irán
En los últimos días la historia de Medio Oriente se hizo aún más compleja. Israel, el jueves 12 de junio pasado, atacó por aire distintos puntos estratégicos del programa nuclear de Irán. Entre otras cosas, golpeó fuertemente una instalación de enriquecimiento de uranio en Natanz y mató líderes militares y científicos que, según informó el gobierno de Jerusalén, estaban a punto de dar un paso definitivo hacia la obtención de un arma nuclear.
Esto ocurrió luego de que Estados Unidos intentara durante sesenta días llegar a un acuerdo con Irán, pero el régimen teocrático del país lo demorara y, en los hechos, lo rechazara. Según la inteligencia occidental, en ese tiempo Irán avanzó hacia la creación de esa capacidad militar.
Desde ese momento, ha habido intercambio de ataques aéreos entre Israel e Irán. El gobierno de Teherán ha bombardeado ciudades israelíes y hasta la fecha ha destrozado muchas viviendas, bombardeado un hospital, matado más de treinta personas y dejado a cientos de heridos. Israel, por su parte, ha continuado sus ataques a bases militares y nucleares, y ha extendido sus objetivos hacia plantas de energía del país.
Israel y Estados Unidos están decididos a que Irán no tenga un arma nuclear. Y, en realidad, todos los occidentales deberíamos pensar lo mismo y apoyar esa iniciativa. El régimen de los ayatolás es una dictadura destructiva que, no sólo en la semana previa al ataque volvió a declarar que destruiría a Israel (lo hace desde hace al menos veinte años), sino que además subvenciona los ataques de Hamás (incluido el del 7 de octubre de 2023), apoya a la milicia Hezbolá en Líbano y financia a los hutíes en Yemen, que atacan barcos occidentales y lanzan misiles sobre el Estado judío.
Irán destina al menos un porcentaje de dos dígitos de su PBI a destruir a Israel —un país con el que no comparte fronteras ni intereses directos— y a armar milicias antioccidentales. Es responsable, directa o indirectamente, de la muerte de cientos de miles de árabes y cristinanos en guerras civiles en Siria y Yemen, conflictos que el régimen explota y alimenta para expandir su dominio tóxico en Medio Oriente.
Es un gran paso el que dio Israel al atacar a Irán. Sabemos que el ataque inicial tuvo mucho éxito, pero desde ahora el Medio Oriente habrá cambiado para siempre.
Quizás haya una guerra más grande que la de Gaza, donde Israel lucha una guerra con enormes y horribles costos civiles, contra Hamás, un enemigo que está dispuesto a sacrificar a toda su población si eso hace quedar mal a los israelíes ante la opinión internacional. No sabemos si el régimen de Irán haría algo así. Queremos creer que su población no lo permitiría. Sabemos que es uno de los gobiernos más odiados por su propio pueblo.
Ese mismo viernes, en la BBC, después de los ataques israelíes, un iraní cualquiera, entrevistado en la calle, dijo que ojalá esto hiciera caer a los ayatolás. En los días siguientes al primer ataque, surgieron decenas de videos de iraníes celebrando en las calles mientras los misiles de Israel impactaban en objetivos controlados por la Guardia Revolucionaria. Las encuestas más confiables muestran que una amplia mayoría —al menos un 80 % de la población— se opone al régimen.
En la última década, el mundo ha visto cómo en Irán hubo decenas de manifestaciones que adoptaron el lenguaje de los derechos occidentales —en especial, los de las mujeres— para oponerse a la dictadura. Porque, además de ser un régimen destructivo hacia afuera, la teocracia iraní ha sido opresiva hacia adentro. Ha instituido, en un país que alguna vez fue próspero y sofisticado, una dictadura cerrada y oscurantista, en la que las mujeres son ciudadanas de segunda clase y en la que pocos —y cada vez menos— pueden aspirar a progresar por sus propios méritos.
Si la medida del éxito de una polis es el bienestar de sus miembros, Irán es un régimen desastroso, que ha malogrado un país rico en recursos naturales y con una extensa y profesionalizada clase media. Si el éxito, en cambio, consiste en someter a los judíos y aterrorizar a Occidente, podemos decir que estamos en una encrucijada: la que nos dirá cuán exitoso fue ese régimen en su objetivo.
Quizás Israel logre mostrar que Irán es un tigre de papel y logre hacer caer a los ayatolás. Quizás no. Quizás esto le cueste mucho a los israelíes. Hoy, los ciudadanos del país están en un estado de emergencia permanente: las sirenas de alarma suenan sin cesar, y la mayoría de las actividades esenciales de la vida social, incluida la educación, están interrumpidas. Muchos israelíes, además, pasan horas dentro de refugios.
Pero Israel sabía que esto iba a pasar, y hoy no está jugando a la víctima. Está peleando una guerra por su supervivencia. Eso es lo que empezó en octubre de 2023.
También eso están haciendo los ucranianos desde febrero de 2022: los ucranianos que, el otro día, con drones, golpearon varias bases en territorio ruso y destruyeron una parte significativa de su flota de bombarderos estratégicos —según Ucrania, alrededor del 34 %; según fuentes occidentales, al menos un 10 %. Porque ellos saben, y nosotros deberíamos saber también, que es mejor que Rusia sea débil.
En la cancha de la seguridad mundial —si eso es lo que queremos— se juega así. Y sí, eso es lo que queremos todos, aunque no entendamos nada sobre cómo hacerlo. Aunque seamos, como tuiteó magistralmente Haviv Rettig Gur, los hobbits de Tolkien, que “continuaban viviendo, como lo habían hecho durante siglos, en un estado de feliz ignorancia, sin saber que eran observados y protegidos”. Es decir, aunque seamos unos cómodos y aburguesados pequeños niños que no conocemos el costo de nuestra vida.
En una luminosa crónica publicada en Seúl, Salvador Lima, joven historiador argentino, cuenta que, en estos días, en el Museo Nacional de Historia de Kiev, podía leerse, sugestivamente, en una de las exposiciones, la siguiente frase: “Nuestros derechos son protegidos por las espadas.”
En esto no hay equidistancia ni equilibrio: hay malos en el mundo. Hay quienes quieren destruir —y están destruyendo— a los nuestros, por las razones que sean: por territorio, por religión, por redención.
Los buenos, los nuestros, tienen que ganar, al menos hasta donde puedan.
No sabemos cuánto puede ganar Ucrania todavía, pero sigue peleando valerosamente, porque, como le dijo una ucraniana a Lima en su viaje: “Si los soldados rusos dejan de luchar, pueden volver a casa. Si nosotros dejamos de luchar, Ucrania desaparecerá como nación.” Israel, a pesar de librar una pelea existencial similar, pareciera poder ganar más en una guerra multifrontal contra enemigos que, si dejaran de querer exterminar judíos, tendrían paz. Porque eso también hay que decirlo: si Irán anuncia mañana que deja el negocio de matar judíos, se acabó la guerra.
O bueno, se habría acabado antes de octubre de 2023. Ahora el mundo cambió para siempre, como cambió en septiembre de 2001. En estas horas, Estados Unidos está decidiendo si entrar en la guerra y atacar directamente a Irán, lo que haría mucho más probable una victoria occidental. Así las cosas, cada uno deberá pagar las consecuencias de lo que inició.
Esta nota es una versión extendida y actualizada de una salida el sábado 14 de junio en Curva de aprendizaje, el Substack del autor.