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Manifiesto contra las series

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por Joaquin Alfieri.

Abandonar el cobijo cálido del entretenimiento para florecer en una vegetación distinta a la algorítmica, quizás sea la tarea menos urgente y más importante de todas aquellas que nos aquejan. Como abejas atrapadas en la miel, el enjambre del que formamos parte se encuentra imantado de diversas maneras a las redes del divertimento digital. Nuestras jornadas se apilan en una alternancia de tensiones y alivios, deberes y distracciones, exigencias y relajos, que nos deja extenuados y dóciles para el ocaso diario. Allí, en ese punto cúlmine de la fatiga y el agotamiento se nos ofrece un alimento nutricio para nuestras pupilas, como el último remanso donde sosegar la efervescente y demandada actividad cerebral: provocativos e incitantes se nos presentan los múltiples catálogos de las series televisivas. Rumiantes, colapsados, hiperestimulados, el ejército de cuerpos convocados por la máquina parasitaria del capital busca desesperado un auxilio en el sillón de casa, en la palma luminosa de la mano o en la horizontalidad de una cama que el insomnio generalizado ha convertido en un lecho de rosas plagado de espinas.

Casi sin darnos cuenta, el gesto compulsivo y rutinario de acceso a la plataforma, el inicio de sesión donde se presenta la imagen animada que reviste a nuestro usuario, han transformado significativamente nuestros modos de socializar. De un tiempo a esta parte la totalidad de las charlas contemporáneas encontraron en el tópico “series” su motivo predilecto para el intercambio dialógico: “¿Ya viste tal…?”, “Te recomiendo…”, “Salió la última de…”, “Estoy esperando que suban…”, “Che que cagada sacaron de tal plataforma a…”, y otras apreciaciones similares se repiten insistentemente en la serialidad del etcétera. En la cita, en el almuerzo familiar, en el ascensor, en el consultorio, en el subte, en la sala de espera, en el aula, durante la cirugía (obviamente sin la participación del anestesiado), y en cualquier recoveco cotidiano contamos con la posibilidad de mencionar esa serie que estuvimos viendo últimamente, como una estrategia eficaz para rellenar al silencio con alguna palabra, justo ahí donde necesitamos decir algo pero no sabemos muy bien qué. Los diálogos actuales se encuentran invadidos por esta compulsión audiovisual, produciendo como reverso negativo un imperativo y exasperante proceso de actualización continua para que las redes asociales o la conversación del transporte público no nos enfrenten con el ominoso y desgraciado spoileo. Un meme, un reel, una reseña, o un familiar sin demasiadas novedades vitales pueden funcionar como emisores de un odioso mensaje anticipatorio que imposibilita (o, quizás, nos ahorra) la experimentación del desenlace de una trama sostenida únicamente en la eventualidad de un giro argumentativo.  

Asistimos, de esta manera, a un novedoso encierro lingüístico que se parece mucho a una cárcel de puertas abiertas. La plataforma de turno, el culebrón de moda, el personaje en boga, establecen una agenda precisa y homogénea donde se construyen múltiples parloteos compuestos de discusiones, afectos y curiosidades repetidas. En esa trama omnipresente, el poder del mercado emula la gestualidad de la peor divinidad imaginada; como un Dios capaz de transformar el curso de la historia bajo el mandato caprichoso de su propia voluntad, las series portan una capacidad de carácteres similares: pueden resucitar a un actor caído en el pantano del olvido, relanzar la carrera musical de un artista atrapado en las composiciones del siglo pasado, instalar en el centro de la escena la discusión sobre algún conflicto geopolítico, y también -en el extremo límite de su cinismo filmográfico- construir un espacio redundante de documentales críticos con respecto al funcionamiento publicitario del capitalismo de plataformas. El intento por desconocer de qué va la última novedad aparecida resulta imposible para cualquier mortal socializado. Uno, necesariamente, se anoticiará del último éxito y deberá ofrecer una opinión verosímil al respecto (o, en el mejor-peor de los casos: escuchar la opinología de los demás). 

Paradójicamente, allí donde más incitada se encuentra nuestra palabra pareciera que, en realidad, es donde más impersonal se torna nuestro discurso; donde más se patentiza la impotencia de un bicho que quiere hablar, pero no deja de ser hablado.

Las series, además, están serializadas. Es decir, todas guardan un sospechoso parecido de familia. Resulta indistinto si la trama se desarrolla alrededor de un conflicto bélico, si se trata de una “biopic” sobre alguna personalidad estruendosa, si nos regala un caso policial acontecido o fantaseado, si trae a colación alguna problemática del -tan en boga- campo de la salud mental, si relata un robo histórico, si construye su argumento alrededor de un villano carismático, si son mini-series o fábulas de extensión infinitas, si están plagadas de escenas sexuales o se muestran perversamente puritanas, en todos los casos, nos encontraremos con un hedor parecido en cada composición. La extensión de cada capítulo (promedio de 40 o 50 minutos para la capacidad de una atención sobresaturada) y el remate final en cada uno de ellos (despertando la intriga para transformar en imperiosa y necesaria la extinción de la barra que anuncia “siguiente episodio”), construyen una paradójica hetero-homo-geneidad: las series son todas distintas, pero al mismo tiempo, todas iguales. Bastan dos escenas (o, a veces, con tan solo observar la tipografía del título alcanza) para descubrir la pertenencia de una serie a tal plataforma; llamativamente, el arte contemporáneo ha renovado el campo perceptivo del espectador de tal modo que algunos objetos estéticos portan olor a Netflix. Y esa fragancia se encuentra bajo el yugo de una singular tiranía mercantil: la extensión o duración de una serie dependerá exclusivamente de su éxito taquillero. No son piezas artísticas pensadas, escritas o producidas de principio a fin, sino que se encuentran constreñidas por el inestable tanteo de su recepción: si les va bien, se agregan una o dos temporadas (en un estiramiento al que se le nota demasiado la flexibilidad, tornando raquítica su profundidad narrativa). No se trata en este punto de negar la textura abierta que supone todo proceso creativo, por el contrario, aquí no hay ninguna apertura: obligadas a ser entretenidas, en las series el riesgo artístico se encuentra atrapado en las mallas del cálculo monetario.  

Esta hetero-homo-geneidad, atravesada por la lógica de producir una adicción antes que por aquello solicitado en la trama, genera también una baja considerable en el criterio estético del espectador. Como son puro divertimento, o un mero espacio de distensión para una rutina agobiante, nadie les exige demasiado, ni guarda altas expectativas o anhelos profundos con su visualización. Son como el pochoclo o la garrapiñada, que portan en la previa aromática la promesa de un deleite, pero luego su consumo los descubre como alimentos repletos de desencanto. Si una serie nos entretuvo -aunque no nos haya conmovido, ni producido alguna modificación perceptiva de la realidad- se torna susceptible de ser elogiada o recomendada. Se gesta, de esta manera, una experimentación pálida del arte; o, mejor dicho, no se trata de una experimentación, sino de un acto de consumo, desarrollado por pura glotonería óptica. 

Por supuesto, no se trata de reforzar un arcaísmo ramplón que anhela un paraíso perdido donde los seres humanos iban al cine (nada más astutamente mercantil que la cosa vintage). Dicho sea de paso, la asistencia a una sala cinematográfica en las condiciones actuales (atravesadas por el masticar compulsivo de alimentos paradójicamente crocantes, la incontinencia verbal de los espectadores o las luces de las pantallas de celulares que no pueden dejarse reposar unas pocas horas), convierten a la posible extinción de la especie humana en una idea menos penosa de lo que creemos. Por otra parte, existen muy buenas series (lo sé lector/a, no desespere: “Mad men”, “The Office”, etc…), así como también pésimas películas. Del mismo modo, la producción cinematográfica ha caído (aunque con múltiples y saludables excepciones) en la telaraña algorítmica de la lógica On Demand. 

Por eso no se trata tanto del contenido, sino más bien del modo de mirar que despierta cada formato. En las series se trata de una vista dis-traída, donde la córnea se reseca en una modalidad de estímulos constantes que no permite la lubricación del pestañeo. Una forma de mirar que refuerza nuestra servidumbre (in)voluntaria, reacia frente a cualquier experiencia cercana al aburrimiento o la demora. Y en esa insistencia, tal vez resulte necesario interrogarse por el carácter asfixiante que presentan nuestras compulsiones sociales. Porque no habría demasiados inconvenientes con la visualización de una serie, si no estuviera incitada y convocada por un imperativo cultural de dimensiones similares al “No matarás”. Quizás, sería oportuno que nuestras inclinaciones o pasiones florecieran desde algún deseo suscitado por otro amo diverso al de la tiranía algorítmica, como una manera de resignificar el mandamiento cristiano y que la muerte no recaiga sobre el propio tiempo. Porque a esta altura del diluvio la transacción entre el despotismo epocal de las series y nosotros resulta demasiado injusta: no esperamos nada de ellas (y, efectivamente, nos dan poco); mientras que nosotros le entregamos enormes dosis de una vida que es valiosa, justamente, porque es la única que tenemos.

 

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