por María José Mazzocato.
Doce días bastaron para que el mundo volviera a asomarse al abismo. Entre el 13 y el 25 de junio, Irán e Israel protagonizaron el enfrentamiento más directo y sostenido de su historia reciente. Esta vez no hubo intermediarios, ni guerras por delegación: fue Estado contra Estado, con ataques abiertos, discursos incendiarios y amenazas que empujaron al mundo a un nuevo límite.
El alto al fuego que se anunció el martes no es un acuerdo de paz. Es apenas una pausa, una contención de daños forzada más por el miedo a la escalada que por una voluntad real de diálogo. Ni Irán se siente derrotado, ni Israel satisfecho. La tregua no tiene bases firmes. No fue producto de una negociación estructurada ni de una mediación internacional con peso político. Se sostiene en el silencio tenso, en la fatiga de la guerra y en la presión externa para no encender un incendio mayor.
En esos doce días, los enfrentamientos dejaron más de 300 muertos, la mayoría en Siria y Líbano, donde Irán opera a través de milicias aliadas como Hezbolá. Pero la novedad más alarmante fue el ataque directo de Irán a territorio israelí, con misiles lanzados desde suelo propio hacia el sur de Israel. Un giro inédito en un conflicto históricamente contenido en la guerra indirecta. Irán quiso dejar claro que ya no está dispuesto a esconder sus cartas. Israel, como respuesta, bombardeó infraestructura militar iraní en las afueras de Damasco, en uno de los ataques más letales del conflicto.
Todo esto ocurre en un contexto regional ya saturado. A la guerra en Gaza – que lleva más de ocho meses sin resolverse – se suman los enfrentamientos casi diarios en la frontera norte de Israel con el Líbano, la actividad de las milicias hutíes en el mar Rojo, y las acciones de grupos proiraníes en Irak y Siria. La región está encendida. Irán busca demostrar que todavía es un actor central, pese a las sanciones y el desgaste económico. Israel, por su parte, atraviesa una crisis diplomática creciente, con críticas internacionales por su accionar en Gaza y una tensión cada vez más visible con Estados Unidos y Europa.
Lo que se vio estos días no fue una excepción, sino una muestra de lo que puede pasar si las líneas rojas dejan de respetarse. El conflicto no terminó. Apenas cambió de forma. Las fuerzas siguen desplegadas. Las amenazas, latentes. Y la posibilidad de una nueva escalada no es teórica: es real, y está a una provocación de distancia.
La respuesta de la comunidad internacional volvió a mostrar las fisuras del orden global. La ONU emitió comunicados tardíos y sin fuerza vinculante. Estados Unidos, en pleno año electoral, optó por la cautela, presionando a Israel en privado para evitar una escalada mayor, mientras mantenía su respaldo estratégico. Europa apenas se asomó, atrapada entre su crisis interna y su dependencia energética. Rusia y China, los otros dos grandes actores globales, jugaron al silencio o a la ambigüedad. Nadie quiso asumir el costo de intervenir de verdad. Nadie lideró una salida diplomática real.
Lo más preocupante es que este alto al fuego ni siquiera incluye garantías. No hay verificación, no hay hoja de ruta. Solo un compromiso implícito de no seguir atacando… por ahora. No hay indicios de que se abra una negociación estructural ni que se busque una solución más amplia al conflicto regional. Irán no detendrá su programa nuclear. Israel no modificará su doctrina de defensa preventiva. Los grupos armados en Siria, Irak, Gaza y Líbano seguirán operando. Todo sigue igual. Solo se detuvieron los disparos.
En Medio Oriente, el silencio no significa paz. Muchas veces, es apenas la respiración contenida entre dos ofensivas. Hablar hoy del “fin del conflicto” es una ilusión peligrosa. La situación que detonó la guerra sigue intacta. El conflicto palestino-israelí continúa sin resolución. Las tensiones religiosas y políticas que atraviesan la región no han cedido. Y la arquitectura de seguridad global está demasiado debilitada como para ofrecer respuestas creíbles.
Este no fue un capítulo aislado. Fue parte de una secuencia. Y si algo quedó claro, es que Irán e Israel están dispuestos a llevar su confrontación a nuevos niveles. Ya no alcanza con frenar a los intermediarios. El centro del conflicto se desplazó. Y mientras el mundo distrae su mirada con otros escenarios —Ucrania, Taiwán, el Sahel—, el corazón de Medio Oriente late cada vez más rápido, más fuerte y más inestable.
Lo que presenciamos fue una advertencia. Una guerra que no se fue. Que simplemente mutó, bajó el volumen, se replegó. Pero que está viva. Y que puede volver a estallar en cualquier momento
¡Excelentísimo aporte!
Excelente nota!!
Gracias por la nota! Excelente
Muy interesante
Muy buen texto. Me iluminó. Gracias
Excelente nota ! Muy clara como siempre Majo Mazzocatto