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¿Quién mató a la radio?

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Por Nicolas Salvi. 

Por más que la cataloguen como cadáver, por más que Spotify, Twitch y TikTok se hayan llevado las coronas mediáticas de la era, la radio sigue ahí, obstinada, viva, resistiendo en un rincón de la cocina o flotando en alguna app sin algoritmo. No necesita trending topics. No se desespera por views. No hace challenges. Y sin embargo, acompaña, entretiene, informa y, a veces, hasta emociona. No se puede decir lo mismo de muchas otras cosas.

Hay algo en la radio que escapa al certificado de defunción. Su carácter low-fi, su capacidad de existir sin imagen, sin ansiedad de producción, sin la tiranía del plano detalle. La radio exige muy poco al cuerpo. No hay que verse bien, fingir carisma ni sostener una sonrisa impostada para la audiencia. Solo hace falta una voz que diga algo, alguien del otro lado que escuche, y un aire compartido, aunque sea digital. Un pacto frágil, mínimo, pero aún eficaz

Mientras las grandes plataformas tecnológicas hacen gala de libertad, sus contenidos son cada vez más predecibles. Todo se parece a todo. Los podcasts se encuadran en categorías, las playlists se optimizan por estados de ánimo y los reels se editan como anuncios publicitarios. Hay libertad, sí, pero formateada. 

Cuando todo está tan bien editado, la espontaneidad deja de existir. Lo real se vuelve impostura, y lo impostado, una regla de estilo. En cambio, la radio —cuando es buena y original— permite el balbuceo y el error. Consiente que alguien piense en voz alta sin tener la frase perfecta ni el guión cerrado, sin una cumbre de storytelling detrás. Eso es respirar.

Por supuesto, hay radios y radios. Las que suenan en los taxis a las siete de la mañana con editoriales gritados y propaganda prepagada. Las que están montadas como multinacionales con jingles, gerencias y videostream en HD. Pero también están las otras. Las que transmiten desde una pieza llena de libros, un estudio escolar, una universidad o una FM de pueblo. Radios que no facturan, pero resisten. 

Curiosamente, la cultura del streaming argentino, esa que hoy arrasa con los públicos más jóvenes, no está tan lejos de esa matriz radial. Lo que pasa en Blender, en Olga, en Luzu, incluso en los canales más autogestionados como FUGA TV en Tucumán, tiene algo de ese espíritu. Se charla, se improvisa, se estira el tema, se improvisa un chiste, se contesta el chat, se habla con alguien que llama, se tira un dato. 

Todo eso, que en Youtube se presenta como novedad generacional, ya pasaba en la radio. Lo que cambia es el código, el vestuario y el plano de cámara. Pero el juego es el mismo. Alguien habla y alguien escucha. Y entre medio, algo ocurre.

No es casual que la radio haya sido siempre uno de los medios más democráticos. No en el sentido institucional, claro, sino en su accesibilidad. Poner una radio es más barato que imprimir un diario o que montar un canal de TV. Basta un micrófono, un transmisor y una mínima infraestructura. Ahora, alcanza con una buena conexión a internet. Por eso, incluso en contextos de crisis, la radio sigue pariendo proyectos. 

Mientras tanto, los medios hegemónicos se digitalizan pero no se democratizan. Replican las lógicas del capital mediático, solo que ahora en formato multiplataforma. Hay cien cámaras, pero una sola narrativa. Hay producción en vivo, pero todo suena a postproducción. Hay engagement, pero no conversación. Se le pregunta al público qué quiere, pero solo se le ofrece lo que ya funciona. La radio, en cambio, cuando se libera de esas estructuras, puede permitirse no gustar. Puede permitirse ser otra cosa.

Claro que no todo streaming es heredero de la radio. Muchos son simplemente televisión informal. Mesa, panel, micrófonos, cámaras y famosos hablando de lo que pasa. A veces con humor, otras con marketing y descaro. Funciona. Pero no siempre resiste. Si el formato depende del éxito, se vuelve presa del algoritmo. Es ahí es cuando la libertad empieza a quebrarse. Se piensa lo que se supone que el público quiere. Se arman personajes. Se fingen polémicas. Se provoca para medir. Se mide para facturar.

Lo que sorprende, sin embargo, es cómo muchas de esas experiencias siguen conectadas con lo más elemental del medio radial: el deseo de hablar. De hablar en serio, de hablar por hablar, de hablar para pensar, para entretener, para reírse o para acompañar. Ese deseo sobrevive incluso cuando las condiciones materiales no ayudan. En las provincias, montar un canal de YouTube con cuatro cámaras y sonido decente es una epopeya. Pero eso no impide que se haga. Porque hay ganas. Y porque, aunque nadie lo diga, sigue haciendo falta.

Es posible que ahí esté la clave. La radio no murió porque nunca fue un producto, sino una necesidad. Una necesidad de estar en contacto, de emitir algo al mundo, de salir de uno mismo. Una pulsión que el streaming recupera cuando no se disfraza de otra cosa

Esto no es nostalgia. No se trata de idealizar la radio ni de demonizar los streamings. Hay que entender que hay un campo intermedio donde están ocurriendo cosas nuevas, híbridas e inesperadas. Donde conviven los lenguajes y se reinventan las formas. Donde la entrevista radial se cruza con el meme, la columna editorial convive con el comentario en vivo y el zócalo se disuelve en el chat. Un territorio todavía informe, pero fértil. Un pantano creativo.

Del mismo modo, las radios de pueblo siguen existiendo. Transmiten noticias locales, cumpleaños y avisos clasificados. Envían saludos. Ponen música. Dan el parte del clima. Nadie las menciona en los rankings. Ningún influencer las nombra. Pero ahí están. Como una reserva cultural. Como una de esas cosas que sobreviven sin aplausos, pero sin interrupciones.

Hace poco, mientras viajaba por ruta, una FM me acompañó durante kilómetros. Una radio sin nombre, sin logo, ni pretensiones. La música estaba un poco saturada, el locutor tenía acento fuerte, la señal iba y venía. Pero me sentí acompañado. Porque alguien había decidido hablarle al aire, sin saber quién estaba escuchando. Eso  ya es un gesto poético.

En medio de ese viaje, me llegó un WhatsApp. Un amigo me mandaba un link: “Escuchate este podcast, te va a reventar la cabeza chango”. Me reí. Bajé el volumen de la radio, abrí el link, escuché el podcast. Estaba bien. Era interesante. Pero cuando terminó, volví a subir la radio. No creo que porque fuera mejor, sino porque estaba viva. 

Eso es lo que olvidamos entre tanto ruido digital. Habitar un tiempo compartido. Sintonizar con alguien que, como vos, tiene algo para decir. Bancarse un silencio sin cortar la transmisión. Hay algo en esa voz que llega sin imagen, sin filtro, sin viralización posible, que todavía dice algo verdadero.

La radio no murió. Solo se liberó.

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