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¿Demasiado psicoanálisis?

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Por Catalina Lonac. 

Lo que niegas te somete; lo que aceptas te transforma. 

Carl Gustav Jung.

Quiero aclarar desde el inicio que el propósito de este artículo no es denostar el método psicoanalítico, sino todo lo contrario. Lo respeto, lo valoro y sé cuánto bien ha hecho en la vida de muchas personas. La inquietud que me mueve es otra, me pregunto por qué, en el país más psicoanalizado del mundo, seguimos sin encontrar soluciones a nuestros problemas individuales, sociales y políticos. Hablo de Argentina, un país donde cada vez nos dividimos más, donde el odio crece como maleza y donde pareciera que una barrera de titanio nos impide constituirnos como comunidad.

Vivimos buscando motivos para dividirnos, incluso por nimiedades. Nos cuesta aceptar que el otro piense distinto, sienta distinto o elija distinto. Una elección tan simple como preferir un perro a un gato, o no tener mascota, puede volverse motivo de juicio moral. Esa dificultad para convivir con la diferencia erosiona la empatía, que parece habernos abandonado hace tiempo. Necesitamos denostar a alguien para sentirnos mejor, y cuando no alcanza, inventamos nuevas razones.

En este país, donde habita la mayor cantidad de psicoanalizados del mundo, no logramos construir una comunidad capaz de convivir en armonía. Ni siquiera logramos declararnos argentinos sin rodeos. Cuando alguien nos pregunta de dónde somos, la respuesta suele ser: “Nací en Argentina, pero mis padres o abuelos eran franceses, italianos o españoles”. Es como si nos costara decir simplemente “soy argentino”. ¿No estará en esa falta de identidad profunda la raíz de nuestra desunión? No es lo mismo vivir en una casa alquilada que en una propia. Quizás no sentimos a Argentina como casa propia, y por eso tantos sueñan con irse en lugar de quedarse a pelear por lo que es nuestro, sin permitir que nadie —propio o ajeno— nos lo arrebate.

Arrastramos una angustia heredada, que vino en los barcos y se transmitió de generación en generación. Vamos al psicoanalista a buscar alivio, pero cabe preguntarse: ¿queremos realmente superarla, o ya nos hemos acostumbrado a vivir con ella, incluso a enorgullecernos de ella? Parece que nuestra contradicción se convirtió en marca de identidad, somos brillantes en el análisis de nuestras heridas, pero incapaces de cerrarlas.

Mientras tanto, algunos pícaros aprovechan nuestra parálisis para “conducir”. Y nosotros, anestesiados, asistimos como convidados de piedra, incapaces de cambiar las cosas y defender la casa propia. ¿De qué nos sirve tanto psicoanálisis si no logramos salir del pozo? Brillamos en lo individual, tenemos premios Nobel, profesionales destacados, talentos admirados en todo el mundo. El exterior celebra nuestras mentes brillantes, pero en lo colectivo seguimos fracasando en armar el rompecabezas nacional.

Nuestros próceres, con todas sus divisiones y conflictos sangrientos, lograron fundar un país. Supieron sentir un mandato histórico en la sangre y dar la vida por un proyecto común. ¿No nos avergüenza no estar a la altura de ese legado? ¿No nos duele vernos charlando en cafés sobre nuestra decadencia, anestesiados, dominados, sin capacidad de reacción? Nos falta un proyecto compartido que trascienda la queja y convoque a la acción.

El psicoanálisis, en su mejor versión, invita a indagar en lo más profundo del ser. Pero cuando esa búsqueda se agota en la introspección y no se traduce en acción, corre el riesgo de volverse trampa. Hemos hecho del diván un espacio de desahogo, pero rara vez lo convertimos en punto de partida para construir comunidad. Tenemos diagnósticos brillantes, sabemos de memoria cuáles son nuestros problemas, podemos enumerar causas y describir síntomas con lucidez. Sin embargo, esa claridad no se traduce en cohesión social ni en voluntad política.

La diversidad de opiniones, sumada a la desconfianza crónica en las instituciones, nos condena a la fragmentación. Cada grupo se atrinchera en su verdad, incapaz de tender puentes. El resultado es un clima de apatía cívica, polarización y hostilidad cotidiana. La convivencia se vuelve cada vez más difícil, y la política se reduce a un ring donde chocan bandos irreconciliables. Argentina parece un país donde millones se analizan, pero pocos logran escucharse de verdad.

Quizás ahí esté nuestra paradoja más dolorosa, tenemos capacidad de autocrítica, pero no de autotransformación. Sabemos mirarnos, pero no sabemos movernos. Tenemos lenguaje, pero no proyecto. Nos analizamos como individuos, pero no como nación.

Necesitamos recuperar el sentido de pertenencia, reconstruir confianza y generar un diálogo real entre gobierno, educación, industria y comunidad. Solo así podremos combatir la desigualdad y la fragmentación. Quizás sea momento de retomar aquella idea, alguna vez planteada, de formar un consejo económico y social serio, con representación de todos los sectores. No sería un cogobierno, pero sí un faro capaz de devolver a los gobiernos el contacto con la realidad de un pueblo cansado de ser ignorado.

Nuestra diversidad cultural y socioeconómica, lejos de enriquecernos, nos ha fragmentado en grupos antagónicos que no deponen actitudes ni siquiera frente a emergencias. Desconfiamos de las instituciones —con razón, después de décadas de traiciones—, pero esa desconfianza alimenta la apatía y nos desconecta de la democracia. Así, los grupos divergentes chocan en lugar de colaborar, impidiendo reformas urgentes.

Mientras tanto, seguimos buscando en el psicoanálisis un alivio que muchas veces no alcanza. El diván se llena, las consultas se multiplican, y sin embargo la angustia colectiva no cede. Esa contradicción se repite, por un lado, millones buscan respuestas profundas; por otro, el país entero parece hundirse en la fragmentación política, en la desconfianza generalizada y en un ciclo de violencia donde el respeto y la empatía se han evaporado.

Esa fractura se refleja en lo cotidiano, vínculos atravesados por tensiones, hostilidades que contaminan la vida diaria, convivencias cada vez más difíciles. Y frente a ese cuadro, seguimos optando por la introspección, por la palabra repetida en el diván, como si hablar fuera suficiente. Pero hablar sin actuar termina convirtiéndose en un ritual vacío.

Urge encontrar un camino hacia la reconciliación y la unidad. Necesitamos transformar la introspección en movimiento, la lucidez en comunidad, la palabra en proyecto compartido. De lo contrario, quizá debamos aceptar lo imposible, que un psicoanalista de países nos diagnostique y nos devuelva, aunque sea, el deseo de ser una nación.

1 COMENTARIO

  1. Si bien entiendo tu malestar y comparto tu visión hacia un mundo que parece haberse convertido en una secta de odiadores seriales, pero no creo que el psicoanálisis se plantee transformaciones colectivas, sino individuales
    El desafío de sentarse en el diván del psicoanalista exige una alfabetización previa que no todos tuvieron la posibilidad y la oportunidad de acceder.
    Y en este caso, necesitamos transformar el modo de pensar y de actuar de la sociedad.
    Comparto la idea de que debemos actuar como comunidad y que nos falta recorrer un largo camino para lograrlo
    Valoro tus inquietudes de lograr vencer las divisiones y fracturas que transitamos y que requieren de la voluntad colectiva y no de la elección individual
    Felicitaciones!!!

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