Por Enrico Colombres.
El error sistemático de la política argentina ha sido vivir de espaldas a la opinión pública, usufructuándola en vez de servirla.
Carlos Cossio, La política como conciencia.
En Argentina se habla con insistencia del dólar, de la inflación, del riesgo país y de las reservas del Banco Central, pero pocas veces se detiene la atención en un indicador que, aunque intangible, resulta tan o más determinante que cualquiera de los anteriores. Ese indicador es el índice de confianza. Se trata de un termómetro que mide hasta qué punto los ciudadanos creen o dejan de creer en las instituciones, en la economía y en quienes ocupan el poder político. En apariencia es un dato técnico que se resume en una cifra, pero en realidad es un retrato fiel de nuestra relación con el Estado, con los gobernantes y con nosotros mismos como sociedad.
Cuando la confianza se expande, los ciudadanos se animan a consumir, a invertir, a arriesgarse. Cuando la confianza se erosiona, el retraimiento domina, se multiplican las decisiones defensivas y se instala el desánimo. El índice de confianza en la Argentina se ha transformado en un espejo inquietante porque revela la distancia entre lo que se promete y lo que efectivamente se cumple, entre la ilusión colectiva y la decepción sistemática. Y lo que muestra ese espejo es que la confianza es un bien escaso y frágil en un país donde la historia ha enseñado a desconfiar como instinto de supervivencia.
Para comprenderlo no alcanza con mirar el presente. Es necesario un análisis gnoseológico, es decir, una reflexión sobre cómo se produce y se valida el conocimiento que tenemos como sociedad acerca de nuestra propia política. La confianza no es una percepción efímera ni un humor pasajero. Es un conocimiento acumulado que surge de experiencias históricas reiteradas y que se traduce en hábitos culturales. El argentino no confía porque ha aprendido a no confiar. Y esa desconfianza tiene raíces profundas en los golpes de Estado que interrumpieron procesos democráticos, en las hiperinflaciones que pulverizaron ahorros, en el corralito del 2001 que convirtió el dinero de toda una población en papeles incobrables, en la promesa de estabilidad de la convertibilidad que terminó en una implosión social, en los discursos oficiales que se contradicen con la realidad cotidiana y en la política que se recicla en nombres y apellidos sin renovar sus prácticas.
Cada uno de esos episodios dejó cicatrices en la memoria colectiva y deterioró la posibilidad de creer. El índice de confianza registra esas marcas y las traduce en números, pero detrás de esos números hay una epistemología de la sospecha permanente. Sabemos que el futuro es incierto, que los anuncios oficiales suelen desvanecerse en la práctica, que las medidas económicas rara vez sostienen lo que prometen. Ese saber, que no es abstracto sino vivido, condiciona la manera en que consumimos, en que votamos y en que nos relacionamos entre nosotros. Consumimos rápido y muchas veces sin planificación porque tememos a la inflación. Votamos más para sancionar que para apoyar, como ocurrió en el 2001 cuando el hartazgo ciudadano dejó en claro que no había representación posible en el viejo esquema bipartidista. En la vida social priorizamos la supervivencia individual antes que la construcción de un bien común, porque desconfiamos de que ese bien común exista más allá de los discursos.
El índice de confianza no mide únicamente expectativas. Mide nuestra epistemología social. Nos muestra cómo pensamos la política y cómo esa manera de pensar se traduce en acción o en inacción. En la década del 80, la hiperinflación destruyó no solo la economía cotidiana, sino también la confianza en que la democracia podía garantizar estabilidad material. En la década del 90, la convertibilidad generó un espejismo de confianza que se evaporó en la crisis del 2001, dejando en claro que la estabilidad sin credibilidad es solo una ilusión. En los años posteriores, los ciclos de crecimiento fueron acompañados de discursos eufóricos, pero la persistencia de la inflación y la corrupción corroían la base de confianza social. Y en la actualidad, frente a un gobierno que prometió un cambio radical y que en pocos meses enfrenta el desgaste de la credibilidad, el índice de confianza vuelve a ubicarse en mínimos históricos.
Ese deterioro no se traduce únicamente en encuestas o estadísticas. Repercute directamente en la economía y en la vida social. Cuando la confianza se derrumba, las inversiones se frenan, el consumo se retrae, la fuga de capitales se acelera y el círculo vicioso se profundiza. Pero también se debilita el tejido cívico. Una sociedad desconfiada es una sociedad que se vuelve cínica, que descree de la posibilidad de cambio, que se refugia en la queja y en la ironía como mecanismos de defensa. El costo más alto no es económico sino cultural, porque la desconfianza sistemática termina naturalizando la decadencia.
Los partidos políticos
“Aferrados cada uno a una tradición anacrónica que es inoperante, se los oye crujir frente a la renovación de sus cuadros directivos y se los ve recurrir a la disciplina partidaria para defenderse, sin otro resultado que el del cisma o la desvitalización. Este es el resultado de haber vivido cerrados a la opinión pública, a la cual usufructuaron como amos en vez de servirla como intermediarios. Solo el contacto permanente con la opinión pública hubiera podido adaptarlos a los problemas del mundo moderno, renovándolos sin crisis en hombres y en ideas”
Carlos Cossio, La política como conciencia (La desorientación Política, pagina 163, párrafo 1, año 1957 Abeledo Perrot)
La Argentina de hoy enfrenta ese dilema con crudeza. Los índices de confianza en el gobierno y en las instituciones se encuentran en niveles mínimos. El malestar social se traduce en descreimiento y el descreimiento en parálisis. No hay crecimiento posible en un contexto en el que la mayoría no cree en quienes toman decisiones ni en la validez de las reglas de juego. Sin embargo, permanecer en el lamento equivale a caer en la misma trampa de siempre. Este índice, lejos de ser un dato más en los informes económicos, debería ser entendido como una señal de alarma. Su impacto trasciende las fronteras nacionales, porque los inversores internacionales lo miran para decidir si apostar al país o retirarse y porque los gobiernos extranjeros lo observan como medida de gobernabilidad. Pero sobre todo debería interpelarnos a los propios argentinos, que somos quienes con nuestra confianza o con nuestra desconfianza delineamos el porvenir.
Carlos Cossio lo expresó con claridad (según mi interpretación) en La gnoseología del error cuando señaló que una teoría se plasma en proposiciones contrastables cuya validez se mide frente a la realidad, y que al surgir contraejemplos esa teoría se debilita. Lo mismo ocurre con la política argentina. Cada incumplimiento, cada promesa quebrada, cada medida improvisada funciona como un contraejemplo que erosiona la credibilidad del sistema en su conjunto. El error no es un accidente aislado, es estructural, porque destruye la confianza que sostiene la vida democrática.
Ese desgaste no es inocuo. La historia argentina muestra que cuando la confianza se derrumba hasta el subsuelo, lo que sigue no es la apatía sino la explosión. Así ocurrió en 1989 con la hiperinflación que desembocó en saqueos y episodios de violencia en los barrios más pobres. Así ocurrió en diciembre de 2001, cuando la desconfianza generalizada se tradujo en cacerolazos, calles tomadas, más de treinta muertos y un presidente que debió huir en helicóptero. Pensar que esa posibilidad no existe hoy sería un error de lectura. El índice de confianza en mínimos históricos es una advertencia: una sociedad descreída es una sociedad al borde de la ruptura.
El desafío es político y ciudadano. No se resolverá con frases hechas ni con recetas de laboratorio. Requiere que la sociedad se involucre de manera activa, que genere propuestas nuevas, que rompa con la rigidez de los partidos tradicionales y que construya espacios de representación auténtica. No habrá figuras providenciales que nos rescaten ni fórmulas mágicas que curen décadas de deterioro. Habrá, sí, la posibilidad de que ciudadanos comprometidos transformen la desconfianza en motor de cambio.
El índice de confianza debería servir como alarma colectiva. Hoy nos advierte que hemos normalizado la decepción y que hemos naturalizado la sospecha. Si no actuamos, la consecuencia será repetir las mismas escenas de crisis que nos marcaron en el pasado. Si en cambio nos animamos a quebrar esa inercia, podremos dar el primer paso hacia una democracia donde la confianza deje de ser una excepción milagrosa y se convierta en la base misma de nuestra convivencia.
La paciencia argentina tiene un límite y ese límite está cerca. El índice lo confirma. Lo que queda por definir es si vamos a seguir esperando un estallido que nos sacuda o si nos animaremos a construir, desde ahora, un futuro distinto. La responsabilidad ya no es solo de quienes gobiernan. Es de todos los que aún creemos que la Argentina puede reinventarse.
Cossio, Carlos. La gnoseología del error. La Ley, tomo 101, 1961.
